Día litúrgico: Miércoles XXXII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 17,11-19): Un día, de camino
a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al
entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se
pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten
compasión de nosotros!». Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los
sacerdotes».
Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de
ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y
postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era
un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez?
Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios
sino este extranjero?». Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».
Comentario: P. Conrad J. MARTÍ i Martí OFM (Valldoreix,
Barcelona, España).
Postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba
gracias
Hoy, Jesús pasa cerca de nosotros para hacernos vivir la
escena mencionada más arriba, con un aire realista, en la persona de tantos
marginados como hay en nuestra sociedad, los cuales se fijan en los cristianos
para encontrar en ellos la bondad y el amor de Jesús. En tiempos del Señor, los
leprosos formaban parte del estamento de los marginados. De hecho, aquellos
diez leprosos fueron al encuentro de Jesús en la entrada de un pueblo (cf. Lc
17,12), pues ellos no podían entrar en las poblaciones, ni les estaba permitido
acercarse a la gente («se pararon a distancia»).
Con un poco de imaginación, cada uno de nosotros puede
reproducir la imagen de los marginados de la sociedad, que tienen nombre como
nosotros: inmigrantes, drogadictos, delincuentes, enfermos de sida, gente en el
paro, pobres... Jesús quiere restablecerlos, remediar sus sufrimientos,
resolver sus problemas; y nos pide colaboración de forma desinteresada,
gratuita, eficaz... por amor.
Además, hacemos más presente en cada uno de nosotros la
lección que da Jesús. Somos pecadores y necesitados de perdón, somos pobres que
todo lo esperan de Él. ¿Seríamos capaces de decir como el leproso «Jesús,
maestro, ten compasión de mi» (cf. Lc 17,13)? ¿Sabemos recurrir a Jesús con
plegaria profunda y confiada?
¿Imitamos al leproso curado, que vuelve a Jesús para darle
gracias? De hecho, sólo «uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando
a Dios» (Lc 17,15). Jesús echa de menos a los otros nueve: «¿No quedaron
limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?» (Lc 17,17). San Agustín dejó la siguiente
sentencia: «‘Gracias a Dios’: no hay nada que uno puede decir con mayor
brevedad (...) ni hacer con mayor utilidad que estas palabras». Por tanto, nosotros,
¿cómo agradecemos a Jesús el gran don de la vida, propia y de la familia; la
gracia de la fe, la santa Eucaristía, el perdón de los pecados...? ¿No nos pasa
alguna vez que no le damos gracias por la Eucaristía, aun a pesar de participar
frecuentemente en ella? La Eucaristía es —no lo dudemos— nuestra mejor vivencia
de cada día.
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