Una breve introducción para comprender mejor el sentido de
este día en la Semana Mayor
Viernes Santo: Dios se ha hecho débil, hasta morir
La muerte de una persona siempre es un misterio
incomprensible. A medida que se va sumergiendo en las aguas del mar de la
muerte, su experiencia se va haciendo más impenetrable: ¿qué siente? ¿qué
sufre? ¿que piensa? ¿cuánto pasa? El misterio es mayor en la muerte de Cristo.
Imposible penetrar en su hondura.
El Dios del Antiguo Testamento es un Dios grande,
poderoso, vencedor de sus enemigos. Es el Dios del Sinaí, que viene acompañado
de rayos y truenos, que se manifiesta en la zarza ardiente, y en el monte humeante.
El Dios que arranca los cedros de raiz, que se sienta sobre el aguacero. El
Dios de las plagas de Egipto, que mata a los primogénitos del país, el Dios que
separa las aguas del mar Rojo. El Dios que hace caer serpientes en el desierto,
el Dios que hace brotar agua de la roca.
Pero he ahí que el Dios que los judíos nunca pudieron
comprender que tuviera un Hijo, Jesús, es un Dios débil y humillado, anonadado.
Vendido por Judas, negado por Pedro, juzgado por el sanedrín, por Herodes y por
Pilato. Condenado a muerte, escarnecido en la Cruz, insultado por los ladrones
y por los Sumos Sacerdotes: “Si eres hijo de Dios, sálvate y baja de la Cruz”
(Mt 27,40). Movían la cabeza. No se puede salvar. Jesús callaba. Dios muere. Su
muerte no es una muerte heroica y grande, sino humillante y dolorosa.
La inspiración del poeta ha intuido la inmensa e infinita
angustia del hombre Jesús: