Cuando el ángel anunció a María el misterio de la
Encarnación, le dijo también que su pariente Isabel había concebido un hijo en
su vejez, y ya estaba de seis meses aquella a quien llamaban estéril. Poco
después, María se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de
Judá, Ain Karim, seis kilómetros al oeste de Jerusalén y a tres o cuatro días
de viaje desde Nazaret. Llegada a su destino, entró en casa de Zacarías y
saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó
de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y
exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto
de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque,
apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno.
¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de
parte del Señor!»
El saludo profético y la bienaventuranza de Isabel
despertaron en María un eco, cuya expresión exterior es el himno que pronunció
a continuación, el Magníficat, canto de alabanza a Dios por el favor que
le había concedido a ella y, por medio de ella, a todo Israel. María, en
efecto, dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en
Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora
me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras
grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de
generación en generación...»