Día litúrgico: Sábado XXXII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 18,1-8): En aquel tiempo,
Jesús les propuso una parábola para inculcarles que es preciso orar siempre sin
desfallecer. «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a
los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo:
‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’. Durante mucho tiempo no quiso, pero
después se dijo a sí mismo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres,
como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente
a importunarme’».
Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto; y
Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche, y
les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo
del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?».
Comentario: Rev. D. Joan FARRÉS i Llarisó
(Rubí, Barcelona, España).
«Es preciso orar siempre sin desfallecer»
Hoy, en los últimos días del año litúrgico, Jesús nos
exhorta a orar, a dirigirnos a Dios. Podemos pensar cómo los padres y madres de
familia esperan que —¡todos los días!— sus hijos les digan algo, que les
muestren su afecto amoroso.
Dios, que es Padre de todos, también lo espera. Jesús nos
lo dice muchas veces en el Evangelio, y sabemos que hablar con Dios es hacer
oración. La oración es la voz de la fe, de nuestra creencia en Él, también de
nuestra confianza, y ojalá fuera también siempre manifestación de nuestro amor.
A fin de que nuestra oración sea perseverante y confiada,
dice san Lucas, que «Jesús les propuso una parábola para inculcarles que es
preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). Sabemos que la oración se
puede hacer alabando al Señor o dando gracias, o reconociendo la propia
debilidad humana —el pecado—, implorando la misericordia de Dios, pero la
mayoría de las veces será de petición de alguna gracia o favor. Y, aunque no se
consiga de momento lo que se pide, sólo el poder dirigirse a Dios, el hecho de
poder contarle a ese Alguien la pena o la preocupación, ya será la consecución
de algo, y seguramente —aunque no de inmediato, sino en el tiempo—, obtendrá
respuesta, porque «Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a
Él día y noche?» (Lc 18,7).
San Juan Clímaco, a propósito de esta parábola
evangélica, dice que «aquel juez que no temía a Dios, cede ante la insistencia
de la viuda para no tener más la pesadez de escucharla. Dios hará justicia al
alma, viuda de Él por el pecado, frente al cuerpo, su primer enemigo, y frente
a los demonios, sus adversarios invisibles. El Divino Comerciante sabrá
intercambiar bien nuestras buenas mercancías, poner a disposición sus grandes
bienes con amorosa solicitud y estar pronto a acoger nuestras súplicas».
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