Día litúrgico: 1 de Noviembre: Todos los
Santos
Texto del Evangelio (Mt 5,1-12a): En aquel tiempo,
viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le
acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados
los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los
que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan
por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los
perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los
Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos,
porque vuestra recompensa será grande en los cielos».
Comentario: Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí, Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España).
«Alegraos y regocijaos»
Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el “credo” y que resulta muy
consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la
Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la
Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo,
también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos
porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el
amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo
Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace
solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos
solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de
toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.
Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de
todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo
que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus
hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.
Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos
confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros
hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de
Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos,
porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros
de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los
tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el
Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra
debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta
solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a
la fiesta.
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