Día litúrgico: Domingo XXX (A) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 22,34-40): En aquel tiempo,
cuando oyeron los fariseos que Jesús había hecho callar a los saduceos, se
reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba:
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». Él le dijo: ‘Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente’.
Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste:
‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. De estos dos mandamientos penden toda la
Ley y los Profetas».
Comentario: Dr. Johannes VILAR (Köln,
Alemania).
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón (…). Amarás
a tu prójimo como a ti mismo
Hoy, nos recuerda la Iglesia un resumen de nuestra
“actitud de vida” («De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los
Profetas»: Mt 22,40). San Mateo y San Marcos lo ponen en labios de Jesucristo;
San Lucas de un fariseo. Siempre en forma de diálogo. Probablemente le harían
al Señor varias veces preguntas similares. Jesús responde con el comienzo del
Shemá: oración compuesta por dos citas del Deuteronomio y una de Números, que
los judíos fervientes recitaban al menos dos veces al día: «Oye Israel! El
Señor tu Dios (...)». Recitándola se tiene conciencia de Dios en el quehacer
cotidiano, a la vez que recuerda lo más importante de esta vida: Amar a Dios
sobre todos los “diosecillos” y al prójimo como a sí mismo. Después, al acabar
la Última Cena, y con el ejemplo del lavatorio de los pies, Jesús pronuncia un
“mandamiento nuevo”: amarse como Él nos ama, con “fuerza divina” (cf. Jn 14,34-35).
Hace falta la decisión de practicar de hecho este dulce
mandamiento —más que mandamiento, es elevación y capacidad— en el trato con los
demás: hombres y cosas, trabajo y descanso, espíritu y materia, porque todo es
criatura de Dios.
Por otro lado, al ser impregnados del Amor de Dios, que
nos toca en todo nuestro ser, quedamos capacitados para responder “a lo divino”
a este Amor. Dios Misericordioso no sólo quita el pecado del mundo (cf. Jn
1,29), sino que nos diviniza, somos “partícipes” (sólo Jesús es Hijo por
Naturaleza) de la naturaleza divina; somos hijos del Padre en el Hijo por el
Espíritu Santo. A san Josemaría le
gustaba hablar de “endiosamiento”, palabra que tiene raigambre en los Padres de
la Iglesia. Por ejemplo, escribía san Basilio: «Así como los cuerpos claros y trasparentes, cuando reciben luz,
comienzan a irradiar luz por sí mismos, así relucen los que han sido iluminados
por el Espíritu. Ello conlleva el don de la gracia, alegría interminable,
permanencia en Dios... y la meta máxima: el Endiosamiento». ¡Deseémoslo!
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