Día litúrgico: Sábado XXVI del tiempo ordinario
Santoral 4 de octubre: San Francisco de Asís
Texto del Evangelio (Lc 10,17-24): En aquel tiempo,
regresaron alegres los setenta y dos, diciendo: «Señor, hasta los demonios se
nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como
un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y
sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis
de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén
escritos en los cielos».
En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu
Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a
pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado
por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el
Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos
los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes
quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros
oís, pero no lo oyeron».
Comentario: + Rev. D. Josep VALL i Mundó
(Barcelona, España).
Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: ‘Yo
te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra’
Hoy, el evangelista Lucas nos narra el hecho que da lugar
al agradecimiento de Jesús para con su Padre por los beneficios que ha otorgado
a la Humanidad. Agradece la revelación concedida a los humildes de corazón, a
los pequeños en el Reino. Jesús muestra su alegría al ver que éstos admiten,
entienden y practican lo que Dios da a conocer por medio de Él. En otras
ocasiones, en su diálogo íntimo con el Padre, también le dará gracias porque
siempre le escucha. Alaba al samaritano leproso que, una vez curado de su
enfermedad —junto con otros nueve—, regresa sólo él donde está Jesús para darle
las gracias por el beneficio recibido.
Escribe san Agustín: «¿Podemos llevar algo mejor en el
corazón, pronunciarlo con la boca, escribirlo con la pluma, que estas palabras:
‘Gracias a Dios’? No hay nada que pueda decirse con mayor brevedad, ni oír con
mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad».
Así debemos actuar siempre con Dios y con el prójimo, incluso por los dones que
desconocemos, como escribía san Josemaría Escrivá: Gratitud para con los padres, los amigos, los maestros,
los compañeros. Para con todos los que nos ayuden, nos estimulen, nos sirvan.
Gratitud también, como es lógico, con nuestra Madre, la Iglesia.
La gratitud no es una virtud muy “usada” o habitual, y, en
cambio, es una de las que se experimentan con mayor agrado. Debemos reconocer
que, a veces, tampoco es fácil vivirla. Santa Teresa afirmaba: «Tengo una
condición tan agradecida que me sobornarían con una sardina». Los santos han
obrado siempre así. Y lo han realizado de tres modos diversos, como señalaba
santo Tomás de Aquino: primero, con el reconocimiento interior de los
beneficios recibidos; segundo, alabando externamente a Dios con la palabra; y,
tercero, procurando recompensar al bienhechor con obras, según las propias
posibilidades.
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