Hoy todavía los hay que —en nombre de la
"objetividad" del saber— pretenden de Dios "un signo". La
raíz de esta equivocada exigencia no es otra que el egoísmo, un corazón impuro,
que únicamente espera de Dios el éxito personal, la ayuda necesaria para
absolutizar el propio yo ("yo Le puedo medir"). Esta forma de
religiosidad representa el rechazo fundamental de la conversión ("Él debe
ser mi medida").
La humildad del silencio —¡Job!— es muy importante como
primer paso en la sabiduría. Resulta sorprendente que las quejas contra Dios
sólo en una mínima parte procedan de los dolientes de este mundo; mayormente
provienen de "espectadores saturados" que nunca han sufrido. ¡Los
dolientes han aprendido a ver! En este mundo, la alabanza sale de los
"hornos" donde tantos se abrasan: el relato de los "tres
jóvenes" en el horno encendido contiene una verdad más profunda que la que
se expresa en los tratados eruditos.
—Jesús, ¡cuántas veces pedimos un signo y nos cerramos a
la conversión! ¡La Cruz es el signo!
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