Día litúrgico: Sábado XXVII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 11,27-28): En aquel tiempo,
mientras Jesús hablaba, sucedió que una mujer de entre la gente alzó la voz, y
dijo: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!». Pero Él
dijo: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan».
Comentario: Rev. D. Jaume AYMAR i Ragolta
(Badalona, Barcelona, España).
¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!
Hoy escuchamos la mejor de las alabanzas que Jesús podía
hacer a su propia Madre: «Dichosos (...) los que oyen la Palabra de Dios y la
guardan» (Lc 11,28). Con esta respuesta, Jesucristo no rechaza el apasionado
elogio que aquella mujer sencilla dedicaba a su Madre, sino que lo acepta y va
más allá, explicando que María Santísima es bienaventurada —¡sobre todo!— por
el hecho de haber sido buena y fiel en el cumplimiento de la Palabra de Dios.
A veces me preguntan si los cristianos creemos en la
predestinación, como creen otras religiones. ¡No!: los cristianos creemos que
Dios nos tiene reservado un destino de felicidad. Dios quiere que seamos
felices, afortunados, bienaventurados. Fijémonos cómo esta palabra se va
repitiendo en las enseñanzas de Jesús: «Bienaventurados, bienaventurados,
bienaventurados...». «Bienaventurados los pobres, los compasivos, los que
tienen hambre y sed de justicia, los que creerán sin haber visto» (cf. Mt
5,3-12; Jn 20,29). Dios quiere nuestra felicidad, una felicidad que comienza ya
en este mundo, aunque los caminos para llegar no sean ni la riqueza, ni el
poder, ni el éxito fácil, ni la fama, sino el amor pobre y humilde de quien
todo lo espera. ¡La alegría de creer! Aquella de la cual hablaba el converso
Jacques Maritain.
Se trata de una felicidad que es todavía mayor que la
alegría de vivir, porque creemos en una vida sin fin, eterna. María, la Madre
de Jesús, no es solamente afortunada por haberlo traído al mundo, por haberlo
amamantado y criado —como intuía aquella espontánea mujer del pueblo— sino,
sobre todo, por haber sido oyente de la Palabra y por haberla puesto en
práctica: por haber amado y por haberse dejado amar por su Hijo Jesús. Como
escribía el poeta: «Poder decir “madre” y oírse decir “hijo mío” / es la suerte
que nos envidiaba Dios». Que María, Madre del Amor Hermoso, ruegue por nosotros.
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