A las 16:30 de hoy, el Santo Padre ha presidido el Rito de Admisión al Catecumenado, dentro las celebraciones del Año de la Fe. Había unos
500 catecúmenos de 47 nacionalidades de los cinco continentes, acompañados por
sus catequistas. La Liturgia, con los Ritos de introducción, se ha desarrollado
en el atrio de la Basílica de San Pedro, donde el Papa ha recibido a una representación
de los candidatos, invitándoles a entrar en la iglesia.
Queridos catecúmenos: este momento conclusivo del Año de la Fe os encontráis aquí recogidos, con vuestros catequistas y familiares, en
representación también de tantos otros hombres y mujeres que están realizando,
en diversas partes del mundo, vuestro mismo recorrido de fe. Espiritualmente,
estamos todos unidos en este momento. Venidos de muchos países distintos, de
tradiciones culturales y experiencias diferentes, sin embargo, esta tarde
sentimos tener entre nosotros tantas cosas en común. Sobre todo una: el deseo de Dios. Este deseo es evocado
por las palabras del Salmista: «Como busca la cierva las corrientes de agua, así
te ansía mi alma, Oh Dios. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo iré
y veré el rostro de Dios?» (Sal 42,2-3). Qué importante es mantener vivo ese
deseo, ese anhelo de encontrar al Señor y de tener experiencia de Él, experimentar
su amor, su misericordia. Si falta la sed
del Dios vivo, la fe corre el riesgo de hacerse rutinaria, o de apagarse, como un
fuego que no se aviva. Se puede volver rancia, sin sentido.
El relato del Evangelio (cfr Jn 1,35-42) nos ha mostrado a
Juan Bautista señalando a sus discípulos a Jesús como el Cordero de Dios. Dos de
ellos siguen al Maestro, y luego, a su vez, se convierten en "mediadores"
que permiten a otros encontrar al Señor, conocerlo y seguirlo. Hay tres momentos
en este relato que nos recuerdan la experiencia del catecumenado. En primer lugar está la escucha. Los dos
discípulos han escuchado el testimonio del Bautista. También vosotros, queridos
catecúmenos, habéis escuchado a los que os han hablado de Jesús y os han propuesto
seguirlo, haciéndoos sus discípulos por medio del Bautismo. En el tumulto de
tantas voces que suenan a nuestro alrededor y dentro de nosotros, vosotros habéis
escuchado y acogido la voz que os indicaba a Jesús como el único que puede dar
sentido pleno a nuestra vida.
El segundo momento es
el encuentro. Los
dos discípulos encuentran al Maestro y permanecen con Él. Después de encontrarlo,
notan en seguida algo nuevo en su corazón: la exigencia de trasmitir su alegría
a los demás, para que también ellos lo
puedan encontrar. Andrés, de hecho, encuentra a su hermano Simón y lo
conduce a Jesús. ¡Qué bien nos hace contemplar esta escena! Nos recuerda que
Dios no nos ha creado para estar solos, encerrados en nosotros mismos, sino para
poder encontrarle y para abrirnos al encuentro con los demás. Dios viene primero
a cada uno de nosotros; ¡y esto es maravilloso! ¡Él viene a nuestro encuentro! En
la Biblia, Dios aparece siempre como el que toma la iniciativa del encuentro
con el hombre: es Él quien busca al hombre, y habitualmente lo busca precisamente
mientras el hombre experimenta la amargura y la tragedia de traicionar a Dios y
de huir de Él. Dios no espera a buscarlo: lo busca en seguida. ¡Es un buscador
paciente nuestro Padre! Él nos precede y nos espera siempre. No se cansa de esperarnos,
no se aleja de nosotros, sino que tiene la paciencia de esperar el momento
favorable del encuentro con cada uno de nosotros. Y cuando llega el encuentro,
nunca es un encuentro apresurado, porque Dios desea quedarse mucho tiempo con
nosotros para sostenernos, para consolarnos, para darnos su alegría. Dios se da
prisa para encontrarnos, pero nunca tiene prisa para dejarnos. Se queda con nosotros.
Igual que nosotros lo anhelamos y lo deseamos, así también Él tiene deseo de estar
con nosotros, porque le pertenecemos, somos "cosa" suya, somos sus criaturas.
También Él, podemos decir, tiene sed de nosotros, de encontrarnos. Nuestro Dios
está sediento de nosotros. Y eso es el corazón de Dios. Es agradable escuchar
esto.
El último tramo del
relato es caminar.
Los dos discípulos caminan hacia Jesús y luego hacen un tramo de camino junto a
Él. Es una enseñanza importante para todos nosotros. La fe es un camino con Jesús.
Recordad siempre esto: la fe es caminar con Jesús; y es un camino que dura toda
la vida. Al final será el encuentro definitivo. Ciertamente, en algunos momentos
de ese camino nos sentiremos cansados y confundidos. La fe, sin embargo, nos da
la certeza de la presencia constante de Jesús en cada situación, incluso la más
dolorosa o difícil de entender. Estamos llamados a caminar para entrar cada vez
más dentro del misterio del amor de Dios, que nos supera y nos permite vivir
con serenidad y esperanza.
Queridos catecúmenos, hoy empezáis el camino del
catecumenado. Os deseo que lo recorráis con alegría, seguros del apoyo de toda
la Iglesia, que os mira con tanta confianza. María, la discípula perfecta, os
acompaña: ¡es bueno sentirla como nuestra Madre en la fe! Os invito a mantener el entusiasmo del primer momento que os hizo abrir
los ojos a la luz de la fe; a recordar, como el discípulo amado, el día, la hora
en que por primera vez os quedasteis con Jesús, sentisteis su mirada sobre vosotros.
No olvidéis nunca esa mirada de Jesús sobre ti, sobre ti, sobre ti… ¡No olvidéis
jamás esa mirada! Es una mirada de amor. Y así siempre estaréis seguros del amor
fiel del Señor. Él es fiel. Estad seguros: ¡Él no os traicionará nunca!
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