Una multitud de hombres y mujeres de todos los pueblos,
dice el Apocalipsis, adoraban a Dios el Padre Eterno y al Cordero, que murió
para salvar a los hombres. Eran los santos, aquellos hombres y mujeres que
vivieron en este mundo según la voluntad de Dios y vencieron al pecado y al
mal.
La santidad es la meta del cristiano: “sed santos como su
Padre Celestial es santo”. La vida encuentra su sentido cuando siguiendo las
palabras de Jesús entonamos en nuestra vida una sinfonía de caridad. Mirar a lo
alto para recordar que somos de Dios, mirar hacia el horizonte para extender la
mano a todos aquellos que ya no pueden avanzar en el camino. Ser “samaritanos”
de cada hombre que encontramos en nuestra vida cotidiana, a la vuelta de cada
esquina.
Hablando de la Santidad el Papa Francisco nos enseña: «Veo
la santidad en el pueblo de Dios
paciente: una mujer que cría a sus hijos, un hombre que trabaja para llevar a
casa el pan, los enfermos, los sacerdotes ancianos tantas veces heridos pero
siempre con su sonrisa porque han servido al Señor, las religiosas que tanto
trabajan y que viven una santidad escondida. Esta es, para mí, la santidad
común. Yo asocio frecuentemente la santidad a la paciencia: no solo la
paciencia como ‘hypomoné', hacerse cargo de los sucesos y las circunstancias de
la vida, sino también como constancia para seguir hacia delante día a día. Esta
es la santidad de la Iglesia militante de la que habla el mismo san Ignacio. Esta era la santidad de
mis padres: de mi padre, de mi madre, de mi abuela Rosa, que me ha hecho tanto bien».
Dios quiere que no olvidemos el desafío fundamental de
cada cristiano: ser santo. Con aquel matiz de ternura que pide el Papa, con el
valor de ir contracorriente, con la audacia para construir una cultura del
encuentro y de la misericordia. Que todos los Santos del Cielo oren por nosotros
a Dios.
P. Guillermo Inca Pereda OSJ
Secretario Adjunto de al CEP
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