En aquel tiempo, se
acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba:
–¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?
Él les replicó:
–¿Qué os ha mandado Moisés?
Contestaron:
–Moisés permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio.
Jesús les dijo:
–¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?
Él les replicó:
–¿Qué os ha mandado Moisés?
Contestaron:
–Moisés permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio.
Jesús les dijo:
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo:
–Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.
[Le presentaron unos niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban.
Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo:
–Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.
Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.]
Pautas para la homilía
Dios
no ha creado al hombre para vivir en soledad, sino en relación, en compañía;
pues “no es bueno que el hombre esté solo”. La compañía de los animales
es buena, pero insuficiente (Gen 2,18). De ahí que la primera palabra del
hombre en la Biblia sea de reconocimiento del otro y de comunión de amor. «¡Esta sí que es carne de mi
carne!». El sentido de la vida está ligado a la experiencia del
encuentro amoroso.
Pero
la experiencia humana nos hace ver que tanto el hombre como la mujer pueden
hacer fracasar el vínculo querido por Dios.
Ahí
se sitúa la pregunta que los fariseos plantean a Jesús para ponerlo a prueba: "¿Le es lícito al varón
divorciarse de su mujer?".
No
se trata del divorcio tal como lo conocemos hoy, sino de la situación en que
vivía la mujer judía dentro del matrimonio, controlado por el varón.
La
ley "machista", dada por Moisés que permitía a los hombres dar acta
de repudio a sus mujeres se impuso en el pueblo por la "dureza de corazón" de
los varones. Pero según Jesús de Nazaret, no se trata de plantear ¿qué es
lícito?, sino de ¿cuál es el proyecto de Dios?
En
el Evangelio, Jesús afirma la igualdad del hombre y la mujer. Y es clara la
dimensión de fidelidad inquebrantable que comporta el matrimonio (“lo que Dios
ha unido que no lo separe el hombre”).
Una
advertencia para no destruir el proyecto de Dios: “que no se nos endurezca el
corazón” por creernos superiores al otro, por envidias, egoísmos, ansias de
dominar…
Un
camino posible: Acoger a la persona como don de Dios. Ser como niños en
sencillez y agradecimiento acogiendo el Reino para que la relación mutua
en este mundo sea ámbito de felicidad, vínculo gozoso, fiel e indisoluble entre
dos seres humanos, donación amorosa e incondicional en la que es posible amarse
más allá de las diferencias, de los conflictos de pareja, en la entrega sincera
y el sincero te quiero. Amor en el que no falten las palabras: permiso,
gracias, por favor, perdón, te quiero (como recordó el Papa Francisco
29.07.2016).
Ver
la diferencia sexual como un bien necesario para la complementariedad; un
regalo, una bendición de Dios para "creced
y multiplicaos” que en la relación amorosa entre el hombre y la mujer, es
santificada por el matrimonio y elevada al esplendor de una comunión plena y
eterna.
Este
ideal resulta muchas veces difícil, y "ante
la realidad de tantas familias rotas, la Iglesia no se siente llamada a
expresar un juicio severo e indiferente, sino más bien a iluminar los diversos
dramas humanos a la luz de la palabra de Dios, acompañada del testimonio de su
misericordia. Con este espíritu, la pastoral familiar trata de aliviar también
las situaciones de los creyentes que se han divorciado y vuelto a casar civilmente.
No están excluidos de la comunidad; al contrario, están invitados a participar
en su vida, recorriendo un camino de crecimiento en el espíritu de las
exigencias evangélicas".
Juan
Pablo II cita en su Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa (nº
93) un párrafo de su discurso en el Tercer Encuentro Mundial de las Familias
con ocasión del Jubileo del 2000:
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