Día litúrgico: Miércoles XXIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 7,31-35): En aquel tiempo, el
Señor dijo: «¿Con quién, pues, compararé a los hombres de esta generación? Y ¿a
quién se parecen? Se parecen a los chiquillos que están sentados en la plaza y
se gritan unos a otros diciendo: ‘Os hemos tocado la flauta, y no habéis
bailado, os hemos entonando endechas, y no habéis llorado’. Porque ha venido
Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: ‘Demonio tiene’. Ha
venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: ‘Ahí tenéis un comilón y
un borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Y la Sabiduría se ha acreditado
por todos sus hijos».
Comentario: Rev. D. Xavier SERRA i Permanyer
(Sabadell, Barcelona, España).
¿Con quién, pues, compararé a los hombres de esta
generación?
Hoy, Jesús constata la dureza de corazón de la gente de su
tiempo, al menos de los fariseos, que están tan seguros de sí mismos que no hay
quien les convierta. No se inmutan ni delante de Juan el Bautista, «que no
comía pan ni bebía vino» (Lc 7,33), y le acusaban de tener un demonio; ni
tampoco se inmutan ante el Hijo del hombre, «que come y bebe», y le acusan de
“comilón” y “borracho”, es más, de ser «amigo de publicanos y pecadores» (Lc
7,34). Detrás de estas acusaciones se esconden su orgullo y soberbia: nadie les
ha de dar lecciones; no aceptan a Dios, sino que se hacen su Dios, un Dios que
no les mueva de sus comodidades, privilegios e intereses.
Nosotros también tenemos este peligro. ¡Cuántas veces lo
criticamos todo: si la Iglesia dice eso, porque dice aquello, si dice lo
contrario...; y lo mismo podríamos criticar refiriéndonos a Dios o a los demás.
En el fondo, quizá inconscientemente, queremos justificar nuestra pereza y
falta de deseo de una verdadera conversión, justificar nuestra comodidad y
falta de docilidad. Dice san Bernardo: «¿Qué más lógico que no ver las propias
llagas, especialmente si uno las ha tapado con el fin de no poderlas ver? De
esto se sigue que, ulteriormente, aunque se las descubra otro, defienda con
tozudez que no son llagas, dejando que su corazón se abandone a palabras
engañosas».
Hemos de dejar que la Palabra de Dios llegue a nuestro
corazón y nos convierta, dejar cambiarnos, transformarnos con su fuerza. Pero
para eso hemos de pedir el don de la humildad. Solamente el humilde puede
aceptar a Dios, y, por tanto, dejar que se acerque a nosotros, que como
“publicanos” y “pecadores” necesitamos que nos cure. ¡Ay de aquél que crea que
no necesita al médico! Lo peor para un enfermo es creerse que está bueno,
porque entonces el mal avanzará y nunca pondrá remedio. Todos estamos enfermos
de muerte, y solamente Cristo nos puede salvar, tanto si somos conscientes de
ello como si no. ¡Demos gracias al Salvador, acogiéndolo como tal!
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