Día litúrgico: Lunes XXII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 4,16-30): En aquel tiempo,
Jesús se fue a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en
la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron
el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde
estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a
los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor».
Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó.
En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles:
«Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Y todos daban testimonio de
Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca.
Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo: «Seguramente me vais a
decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha
sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad
os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad:
muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo
por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de
ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos
leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue
purificado sino Naamán, el sirio».
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron
de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una
altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para
despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.
Comentario: Rev. D. David AMADO i Fernández
(Barcelona, España).
Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír
Hoy, «se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc
4,21). Con estas palabras, Jesús comenta en la sinagoga de Nazaret un texto del
profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido» (Lc
4,18). Estas palabras tienen un sentido que sobrepasa el concreto momento
histórico en que fueron pronunciadas. El Espíritu Santo habita en plenitud en
Jesucristo, y es Él quien lo envía a los creyentes.
Pero, además, todas las palabras del Evangelio tienen una
actualidad eterna. Son eternas porque han sido pronunciadas por el Eterno, y
son actuales porque Dios hace que se cumplan en todos los tiempos. Cuando
escuchamos la Palabra de Dios, hemos de recibirla no como un discurso humano,
sino como una Palabra que tiene un poder transformador en nosotros. Dios no
habla a nuestros oídos, sino a nuestro corazón. Todo lo que dice está
profundamente lleno de sentido y de amor. La Palabra de Dios es una fuente
inextinguible de vida: «Es más lo que dejamos que lo que captamos, tal como
ocurre con los sedientos que beben en una fuente» (San Efrén). Sus palabras salen del corazón de Dios. Y, de ese
corazón, del seno de la Trinidad, vino Jesús —la Palabra del Padre— a los
hombres.
Por eso, cada día, cuando escuchamos el Evangelio, hemos
de poder decir como María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38); a lo que
Dios nos responderá: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Ahora
bien, para que la Palabra sea eficaz en nosotros hay que desprenderse de todo
prejuicio. Los contemporáneos de Jesús no le comprendieron, porque lo miraban
sólo con ojos humanos: «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4,22). Veían la
humanidad de Cristo, pero no advirtieron su divinidad. Siempre que escuchemos
la Palabra de Dios, más allá del estilo literario, de la belleza de las
expresiones o de la singularidad de la situación, hemos de saber que es Dios
quien nos habla.
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