En aquel tiempo,
dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de
Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además,
apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:
El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían:
–Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
Pautas para la homilía
Este
razonamiento que hace San Pablo en la carta a los romanos es bien conocido y
parece de buena lógica y, de hecho, motiva la acción evangelizadora del
cristiano.
No
es necesario moverse mucho para encontrar una Decápolis cercana a nosotros:
gente que no ha oído hablar de Jesús (entiéndase como objeto de fe), porque, de
hecho, nadie les ha trasmitido el Evangelio (o, muy frecuentemente, su
conocimiento del mismo es parcial y sesgado). Bien podemos, pues, pensar que el
pasaje del evangelio de este domingo nos exhorta a “abrir los oídos” de
aquellos mediante la evangelización. Muchas estrategias se plantean hoy en día,
buscando la clave que permita acceder a los alejados del evangelio, pues somos
conscientes de que el medio y el modo son relevantes (técnica y marketing son
dos fundamentos del hacer de hoy) en un mundo que parece sordo a la palabra de
la fe cristiana.
Precisamente,
este evangelio de hoy parece una buena expresión de aquel salmo 126: “si el Señor no construye la ciudad,
en vano se cansan los albañiles”; y es que por mucho que
prediquemos, por muchas técnicas y marketing que empleemos, podemos
desgastarnos y agotarnos ante una sordera contumaz, que habrá que sanar
previamente para que pueda oírse el mensaje. Y esa sordera parece que sólo
pueda sanarla Jesús mismo. No habría de entenderse que esto viene a significar
nuestro silencio resignado, pues, “os aseguro que, si ellos callan, gritarán las
piedras” (Lc 19,40), pero es preciso constatar que, junto con nuestra acción
operante, la llamada personal de Jesús es la condición de la escucha.
Ahora
bien, la pregunta pertinente cuando intentamos introducir a alguien en el
evangelio es si esa llamada se da, a lo cual no tenemos respuesta fehaciente
para el caso concreto. No obstante, sabiendo que el mismo Dios ha salido al
encuentro del hombre en la historia y en toda la creación, en verdad podríamos
afirmar que las mismas piedras gritan y que, ciertamente, la creación entera
gime con dolores de parto […] esperando su liberación (Cfr. Rom 8); porque,
¿acaso las circunstancias de nuestro mundo y nuestra sociedad no son capaces de
remover la conciencia, la reflexión y la búsqueda del hombre? ¿No será capaz el
hombre de oír el grito y el clamor de la humanidad y de la misma naturaleza?
¿No es capaz el Dios encarnado en la historia y en la humanidad de hacerse
presente al hombre, de tocarle, con los signos de los tiempos? ¿Acaso, no sólo
sordera, sino también ceguera es lo que sufre el hombre, ante lo que sucede
alrededor nuestro?
¿Qué
respuesta nos evocan estas preguntas? Si en verdad Dios se revela al hombre en
los acontecimientos de la historia – muchas veces de forma llamativamente
dramática – y el hombre sigue sin ver ni oír, ¿será que el mismo Dios ha
endurecido los corazones (“Estas cosas habló Jesús, y se fue y se ocultó de
ellos. Pero, aunque había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en
el, para que se cumpliera la palabra del profeta Isaías, que dijo: señor,
¿quién ha creído a nuestro anuncio? ¿y a quien se ha revelado el brazo del
señor? por eso no podían creer, porque Isaías dijo también: él ha cegado sus
ojos y endurecido su corazón, para que no vean con los ojos y entiendan con el corazón,
y se conviertan y yo los sane. (Jn 12,36b-40)?
No
tenemos respuesta a esa posibilidad, pero es que, en realidad, la condición de
la vista es la escucha previa: la escucha, en términos del evangelio, es previa
a ver y reconocer. Y en este proceso, no cuentan primero los sentidos
exteriores sino los interiores. El hombre ha de escuchar dentro de sí: aunque
el oído exterior esté embotado, el hombre puede “escuchar” el silencio
interior, ha de escuchar su mismo ser, su misma naturaleza como hombre. No es
en la realidad exterior al hombre; es, en esa misma naturaleza humana, donde el
Dios encarnado le habla primeramente, en su mismo ser, con el lenguaje de su
mismo ser y existir. Si el sentido exterior está seco, ahí dentro aún permanece
un manantial que, si abre, brotará hacia fuera, sanando los sentidos
exteriores, para que pueda escuchar la palabra, y ver y reconocer en los
acontecimientos a ese Jesús que le llama desde sí mismo. Lo que se abre al
grito de “Effeta” no es el “oído”, es el ser de la persona. Ese abrirse es una
recreación del hombre desde dentro de sí.
Se
nos relata en un pasaje de Mateo el fracaso de los discípulos, que no habían
sido capaces de curar a un muchacho epiléptico: “esa clase de demonios sólo
sale con oración y ayuno” (Mt 10, 21). Nuestra encomienda evangelizadora, que
trata con un espíritu difícil – el espíritu de este mundo de hoy –, requiere de
oración previa, esto es, que sea Jesús mismo quien llame al hombre, y ayuno,
esto es, que nuestra misma vida sea una vida orientada y animada desde el
interior de nuestro mismo ser, desde nuestro manantial interior. Así, en
realidad, es Dios mismo quien hace todo el trabajo, así que, que no decaiga el
ánimo.
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