Día litúrgico: 12 de Enero (Feria del tiempo de Navidad)
Texto del Evangelio (Jn 3,22-30): En aquel tiempo,
Jesús fue con sus discípulos a la región de Judea, donde pasó algún tiempo con
ellos, bautizando. También Juan estaba bautizando en Enón, cerca de Salim,
donde había mucha agua. La gente acudía y era bautizada. Esto sucedió antes que
metieran a Juan en la cárcel.
Por entonces, algunos de los seguidores de Juan comenzaron
a discutir con un judío sobre la cuestión de las purificaciones, y fueron a
decirle a Juan: «Maestro, el que estaba contigo al oriente del Jordán, aquel de
quien nos hablaste, ahora está bautizando y todos le siguen». Juan les dijo:
«Nadie puede tener nada si Dios no se lo da. Vosotros mismos me habéis oído
decir claramente que yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado por Dios
delante de él. En una boda, el que tiene a la novia es el novio; y el amigo del
novio, que está allí y le escucha, se llena de alegría al oírle hablar. Por
eso, también mi alegría es ahora completa. Él ha de ir aumentando en
importancia, y yo, disminuyendo».
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España).
Él ha de ir aumentando en importancia, y yo, disminuyendo
Hoy nos sorprendemos viendo a Jesús y al Bautista
bautizando como "en paralelo". Decimos, sí, "en paralelo",
pero… eso sólo ocurre aparentemente, porque Juan el Bautista remite a Jesús,
que es el Mesías, el "nuevo Moisés", el Profeta tan esperado, aquel
que viene para darnos a Dios. «¿Qué ha traído [Jesús]? La respuesta es muy
sencilla: a Dios. Ha traído a Dios» (Benedicto XVI).
En consecuencia e inmediatamente Juan aclara el sentido
del bautismo: realmente, se trata de una purificación, pero «se distingue de
las acostumbradas abluciones religiosas» de aquel tiempo, y -como afirmó el
papa Benedicto- «debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de
modo nuevo y para siempre toda la vida». Así, pues, el bautismo cristiano
comporta un cambio tan radical como un nacer de nuevo hasta el punto de
convertirnos en un nuevo ser.
Purificación, ciertamente, pero para despojarse del
"hombre viejo", morir a uno mismo y -por la gracia- nacer a una nueva
vida: la vida divina, algo que «nadie puede tener (…) si Dios no se lo da» (Jn
3,28). El Concilio II de Orange enseñó que «amar a Dios es exclusivamente un
don de Dios. Él mismo que, sin ser amado, ama, nos concedió que le amásemos.
Fuimos amados cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos
concediera algo con que agradarle».
He ahí, pues, nuestra tarea por la santidad: profundizar
en la humildad para abrir espacio a la acción de Dios y dejarle hacer. Lo
importante no es tanto lo que yo haga, cuanto que Él actúe en mí: «Él ha de ir
aumentando en importancia, y yo, disminuyendo» (Jn 3,30). Y nuestra alegría
será tanto más completa cuanto más desaparezca el propio yo y más presente se
haga el Esposo en nuestro corazón y en nuestras obras.
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