01-01-2013 Radio Vaticana
(RV).- “En cada persona el deseo de paz es aspiración
esencial y coincide con el deseo de una vida humana plena, feliz y bien
realizada. El hombre está hecho para la paz que es don de Dios”. Las palabras
del Santo Padre en su homilía de este 1 de enero de 2013, Solemnidad de María
Santísima, Madre de Dios y Jornada Mundial de la Paz.
Homilía Papa 1 de enero 2013
¡Queridos hermanos y hermanas!
“Dios nos bendiga, haga brillar su rostro sobre nosotros”.
Así hemos aclamado con las palabras del Salmo 66, luego de haber escuchado en
la primera Lectura la antigua bendición sacerdotal sobre el pueblo de la
Alianza. Es particularmente significativo que al inicio de cada año nuevo Dios
proyecte sobre nosotros, su pueblo, la luminosidad de su santo Nombre, el
Nombre que viene pronunciado tres veces en la solemne formula de la bendición
bíblica. Y no es menos significativo que al Verbo de Dios -“que se hizo carne y
habitó entre nosotros” como “la luz verdadera, aquella que ilumina a cada hombre”
(Jn 1,9.14)- sea dado, ocho días después de su nacimiento -como nos narra el
Evangelio de hoy- el nombre de Jesús (cfr Lc 2,21).
Es en este nombre que estamos aquí reunidos. Saludo
cordialmente a todos los presentes, empezando por los Ilustres Embajadores del
Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Saludo con afecto al cardenal
Bertone, mi Secretario de Estado, y al Cardenal Turkson, con todos los
componentes del Consejo Pontificio Justicia y Paz; estoy particularmente
agradecido a ellos por su empeño en el difundir el mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz, que este año tiene como tema: “Bienaventurados los
operadores de la paz”.
No obstante el mundo esté aun lamentablemente marcado por
“focos de tensión y de contraposición causados por crecientes desigualdades
entre ricos y pobres, por el prevalecer de una mentalidad egoísta e
individualista expresada por un capitalismo financiero disoluto”, además de
diversas formas de terrorismo y de criminalidad, estoy convencido que “las
múltiples obras de paz de las que el mundo es rico, testimonian la innata
vocación de la humanidad hacia la paz. En cada persona el deseo de paz es
aspiración esencial y coincide en cierta manera, con el deseo de una vida
humana plena, feliz y bien realizada. El hombre está hecho para la paz que es
don de Dios. Todo esto me ha sugerido de inspirarme para este Mensaje en las
palabras de Jesucristo: Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9)” (Mensaje, 1). Esta bienaventuranza “dice
que la paz es don mesiánico y obra humana al mismo tiempo… Es paz con Dios, en
el vivir según su voluntad. Es paz interior consigo mismo, y paz exterior con
el prójimo y con todo lo creado” (ibid., 2 y 3). Si, la paz es el bien por
excelencia a invocar como don de Dios, y al mismo tiempo, de construir con cada
esfuerzo.
Nos podemos preguntar: ¿cuál es el fundamento, el origen,
la raíz de esta paz? ¿Cómo podemos experimentar en nosotros la paz, a pesar de
los problemas, las oscuridades, las angustias? La respuesta nos viene dada de
las Lecturas de la liturgia de hoy. Los textos bíblicos, sobretodo aquel pasaje
de Lucas, hace poco proclamado, nos proponen contemplar la paz interior de
María, la Madre de Jesús. Por ella se cumplen, durante los días en los que “dio
a luz a su hijo primogénito” (Lc 2,7), tantos acontecimientos imprevistos: no
solo el nacimiento del Hijo, sino también antes el viaje fatigoso de Nazaret a
Belén, el no encontrar espacio en la posada, la búsqueda de un refugio
improvisado en la noche; y luego el canto de los ángeles, la visita inesperada
de los pastores. En todo esto, María no se descompone, no se agita, no es
alterada por hechos más grandes que ella; simplemente considera, en silencio,
cuanto acontece, lo custodia en su memoria y en su corazón, reflexionando con
calma y serenidad. Es ésta la paz interior que quisiéramos tener en medio de
los eventos, que a veces tumultuosos y confusos de la historia, de los que a
menudo no entendemos el significado y que nos desconciertan.
El pasaje evangélico concluye con una referencia a la
circuncisión de Jesús. Según la ley de Moisés, después de ocho días del
nacimiento, un niño debía ser circuncidado, y en aquel momento le venía dado el
nombre. Dios mismo, mediante su mensajero, había dicho a María- y también a
José- que el nombre de dar al Niño era “Jesús” (cfr Mt 1,21; Lc 1,31); y así
fue. Aquel nombre que Dios había ya establecido antes aun que el Niño fuese
concebido, ahora le es dado oficialmente al momento de la circuncisión. Y esto
también marca de una vez para siempre la identidad de María: ella es “la madre
de Jesús” o sea la madre del Salvador, de Cristo, del Señor. Jesús no es un
hombre como cualquier otro, sino el Verbo de Dios, una de las personas divinas,
el Hijo de Dios: por ello la Iglesia ha dado a María el título de Theotokos,
esto es “Madre de Dios”.
La primera lectura nos recuerda que la paz es don de Dios
y está ligada al esplendor del rostro de Dios, según el texto del Libro de los
Números, que repite la bendición utilizada por los sacerdotes del pueblo de
Israel en las asambleas litúrgicas. Una bendición que por tres veces repite el
nombre santo de Dios, el nombre impronunciable, y cada vez lo relaciona con dos
verbos indicativos de una acción a favor del hombre: “Te bendiga el Señor y te
custodie. El Señor haga resplandecer para ti su rostro y te dé gracia. El señor
dirija hacia ti su rostro y te conceda paz” (6,24-26). La paz es por tanto el
culmen de estas seis acciones de Dios en nuestro favor, en la que El dirige a nosotros
el esplendor de su rostro.
Para la sagrada Escritura, contemplar el rostro de Dios es
de suma felicidad: “lo colmas de alegría ante tu rostro”, dice el Salmista (Sal
21,7). De la contemplación del rostro de Dios nacen gozo, seguridad y paz. Pero
¿qué cosa significa concretamente contemplar el rostro del Señor, así como
puede ser entendido en el Nuevo Testamento? Quiere decir conocerlo
directamente, por cuanto sea posible en esta vida, mediante Jesucristo, en el
cual se ha revelado. Gozar del esplendor del rostro de Dios quiere decir
penetrar en el misterio de su Nombre manifestado por Jesús, comprender algo de
su vida íntima y de su voluntad, para que podamos vivir según su diseño de amor
sobre la humanidad. Lo expresa el apóstol Pablo en la segunda Lectura, tomada
de la Carta a los Gálatas (4,4 -7), hablando del Espíritu que, en el íntimo de
nuestros corazones, exclama: “¡Abba! ¡Padre!”. Es el grito que brota de la
contemplación del verdadero rostro de Dios, de la revelación del misterio del
Nombre. Jesús afirma: “He manifestado tu nombre a los hombres” (Jn 17,6). El
Hijo de Dios haciéndose carne nos ha hecho conocer al Padre, nos ha hecho
percibir en su rostro humano visible el rostro invisible del Padre; a través
del don del Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, nos ha hecho
conocer que en El también nosotros somos hijos de Dios , como afirma San Pablo
en el relato que hemos escuchado: “Y la prueba de que ustedes son hijos, es que
Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios
llamándolo ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gál 4,6).
He aquí queridos hermanos, el fundamento de nuestra paz:
la certeza de contemplar en Jesucristo el esplendor del rostro de Dios Padre,
de ser hijos en el Hijo, y tener así, en el camino de la vida, la misma
seguridad que el niño siente en los brazos de un Padre bueno y omnipotente. El
esplendor del rostro del Señor sobre nosotros, que nos concede la paz, es la
manifestación de su paternidad; el Señor dirige sobre nosotros su rostro, se
muestra Padre y nos dona la paz. Aquí está el principio de aquella paz profunda
- “paz con Dios”- que está ligada indisolublemente a la fe y a la gracia, como
escribe san Pablo a los cristianos de Roma (cfr Rm 5,2). Nada puede quitar a
los creyentes esta paz, ni siquiera las dificultades y los sufrimientos de la
vida. De hecho, los sufrimientos, las pruebas y la oscuridad no corroen, sino
acrecientan nuestra esperanza, una esperanza que no desilusiona porque “el amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo
que nos ha sido dado” (Rm 5,5).
Que la Virgen María, que hoy veneramos con el título
de Madre de Dios, nos ayude a contemplar el rostro de Jesús, Príncipe de la
Paz. Que nos sostenga y nos acompañe en este nuevo año: obtenga para nosotros y
para el mundo entero el don de la paz. ¡Amen!
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