Queridos hermanos y hermanas:
Hemos recordado en la meditación, la oración y el canto,
el camino de Jesús en la vía de la cruz: una vía que parecía sin salida y que,
sin embargo, ha cambiado la vida y la historia del hombre, ha abierto el paso
hacia los «cielos nuevos y la tierra nueva» (cf. Ap 21,1).
Especialmente en este día del Viernes Santo, la Iglesia
celebra con íntima devoción espiritual la memoria de la muerte en cruz del Hijo
de Dios y, en su cruz, ve el árbol de la vida, fecundo de una nueva esperanza.
La experiencia del sufrimiento y de la cruz marca la
humanidad, marca incluso la familia; cuántas veces el camino se hace fatigoso y
difícil. Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los
hijos, enfermedades, dificultades de diverso tipo. En nuestro tiempo, además,
la situación de muchas familias se ve agravada por la precariedad del trabajo y
por otros efectos negativos de la crisis económica.
El camino del Via Crucis, que hemos recorrido esta noche
espiritualmente, es una invitación para todos nosotros, y especialmente para
las familias, a contemplar a Cristo crucificado para tener la fuerza de ir más
allá de las dificultades. La cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios
para cada hombre, la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda
persona de ser amada.
Cuando nos encontramos en la prueba, cuando nuestras
familias deben afrontar el dolor, la tribulación, miremos a la cruz de Cristo:
allí encontramos el valor y la fuerza para seguir caminando; allí podemos
repetir con firme esperanza las palabras de san Pablo: «¿Quién nos separará del
amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el
hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos
de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
En la aflicción y la dificultad, no estamos solos; la
familia no está sola: Jesús está presente con su amor, la sostiene con su
gracia y le da la fuerza para seguir adelante, para afrontar los sacrificios y
superar todo obstáculo. Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir cuando
las vicisitudes humanas y las dificultades amenazan con herir la unidad de
nuestra vida y de la familia.
El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo
alienta a seguir adelante con esperanza: la estación del dolor y de la prueba,
si la vivimos con Cristo, con fe en él, encierra ya la luz de la resurrección,
la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de cada hombre que cree en su
Palabra. En aquel hombre crucificado, que es el Hijo de Dios, incluso la muerte
misma adquiere un nuevo significado y orientación, es rescatada y vencida, es
el paso hacia la nueva vida: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere,
queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).
Encomendémonos a la Madre de Cristo. A ella, que ha
acompañado a su Hijo por la vía dolorosa. Que ella, que estaba junto a la cruz
en la hora de su muerte, que ha alentado a la Iglesia desde su nacimiento para
que viva la presencia del Señor, dirija nuestros corazones, los corazones de
todas las familias a través del inmenso mysterium passionis hacia el mysterium
paschale, hacia aquella luz que prorrumpe de la Resurrección de Cristo y
muestra el triunfo definitivo del amor, de la alegría, de la vida, sobre el
mal, el sufrimiento, la muerte. Amén.
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