P. Raniero Cantalamessa, OFM Cap "Estuve muerto, pero
ahora estoy vivo por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 1,18) Prédica
del Viernes Santo 2012 en la Basílica de San Pedro.
Algunos padres de la Iglesia han encerrado en una imagen
todo el misterio de la redención. Imaginemos, decían, que tenga lugar en el
estadio una lucha épica. Un valiente ha enfrentado al cruel tirano que tenía
esclavizada la ciudad, y con enorme esfuerzo y sufrimiento, lo ha vencido. Tú
estabas en las graderías, no has luchado, ni te has esforzado ni te han herido.
Pero si admiras al valiente, si te alegras con él por su victoria, si le tejes
coronas, provocas y agitas a la asamblea por él, si te inclinas con alegría por
el vencedor, le besas la cabeza y le das la mano, en definitiva, si tanto
deliras por él, hasta considerar como tuya su victoria, te digo ciertamente que
tú tendrás parte en el premio del vencedor.
Pero aún hay más: supongamos que el vencedor no tenga
ninguna necesidad del premio que ganó, pero quiera más que nada, ver honrado a
su sostenedor y considerar el premio por el que luchó, como la coronación del
amigo. ¿En tal caso aquel hombre no obtendrá quizás la corona, incluso si no ha
luchado ni ha sido herido? ¡Por supuesto que sí! Así, dicen estos padres,
sucede entre Cristo y nosotros. "Él, en la cruz, ha vencido a su antiguo
enemigo".
"Nuestras espadas -exclama san Juan Crisóstomo-, no están ensangrentadas, no estábamos en la
lucha, no tenemos heridas, la batalla ni siquiera la hemos visto, y he aquí que
obtenemos la victoria. Suya fue la lucha, nuestra la corona. Y visto que hemos
ganado también nosotros, debemos imitar lo que hacen los soldados en estos
casos: con voces de alegría exaltamos la victoria, entonamos himnos de alabanza
al Señor".
No se podría explicar de una manera mejor el significado
de la liturgia que estamos celebrando. ¿Pero lo que estamos haciendo es también
eso una imagen, la representación de una realidad del pasado, o es la misma
realidad? ¡Las dos cosas! "Nosotros, -decía san Agustín al pueblo-, sabemos y creemos con fe certera que
Cristo murió una sola vez por nosotros [...]. Sabéis perfectamente que todo
esto sucedió una sola vez y sin embargo la solemnidad lo renueva periódicamente
[...].
Verdad histórica y solemnidad litúrgica no están en
conflicto entre sí, como si la segunda fuera falsa y sólo la primera
correspondiera con la verdad. De aquello que la historia afirma que ha
sucedido, en realidad, una sola vez, la solemnidad a menudo lo renueva en los
corazones de los fieles". La liturgia "renueva" el evento:
¡Cuántas discusiones, durante cinco siglos, sobre el significado de esta
palabra, especialmente cuando se aplica al sacrificio de la cruz y a la misa! Pablo VI utilizó un verbo que podría
allanar el camino para un entendimiento ecuménico sobre este tema: el verbo
"representar", entendido en el sentido fuerte de re-presentar, es
decir, hacer nuevamente presente y operante el hecho.
Hay una diferencia sustancial entre la representación de
la muerte de Cristo y aquella, por ejemplo, de la muerte de Julio César en la
tragedia homónima de Shakespeare. Nadie atiende, siendo vivo, al aniversario de
su muerte; Cristo sí, porque Él ha resucitado. Sólo él puede decir, como lo
hace en el Apocalipsis: "Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los
siglos de los siglos". (Ap. 1,18).
Debemos estar atentos en este día, al visitar los llamados
"Repositorios" o al participar en las procesiones del Cristo muerto,
no merezcamos el reproche que Cristo resucitado dirige a las pías mujeres en la
mañana de Pascua: "¿Por qué buscan entre los muertos al que está
vivo?" (Lc. 24,5). Es una afirmación osada, pero verdadera la de ciertos
autores ortodoxos. “La anamnesi, o sea el memorial litúrgico vuelve al evento
más verdadero de lo que sucedió históricamente la primera vez”. En otras
palabras es más verdadero y real para nosotros que lo revivimos “según el
Espíritu” de lo que era para quienes lo vivían “según la carne”, antes que el
Espíritu Santo le revelara a la iglesia el significado pleno.
Nosotros no estamos celebrando solamente un aniversario,
sino un misterio. Y nuevamente san Agustín explica la diferencia entre las dos cosas. La celebración “como en
un aniversario”, no pide otra cosa –dice– si no la de “indicar con una
solemnidad religiosa el día del año en el que se fija el recuerdo de este
hecho”; en la celebración como un misterio (“en sacramento”), “no solamente se
conmemora un hecho sino que se hace de tal manera que se entienda su
significado y sea acogido santamente”.
Esto cambia todo. No se trata solamente de asistir a una
representación, sino de “acoger” el significado, de pasar de espectadores a
actores. Nos toca a nosotros por lo tanto elegir qué parte queremos representar
en el drama, quién queremos ser: si Pedro, Judas, Pilato, la muchedumbre, el
Cirineo, Juan, María… Ninguno puede quedarse neutral; no tomar posición es
pretender una bien precisa: la de Pilatos que se lava las manos, o la de la
muchedumbre que desde lejos “estaba mirando” (Lc 23,35).
Si volviendo a casa esta noche alguien nos pregunta: “¿De
dónde vienes, dónde has estado?” respondamos al menos en nuestro corazón: “¡En
el Calvario!”. Todo esto no se realiza automáticamente, solamente por el hecho
de haber participado de esta liturgia. Se trata, decía san Agustín, de “acoger” el significado del misterio. Esto se
realiza con la fe. No hay música si no existe un oído que escuche, por más que
la música de la orquesta toque fuerte; no hay gracia allá donde no hay una fe
que la acoja.
En una homilía pascual del siglo IV, el obispo pronunciaba
estas palabras extraordinariamente modernas y se diría existencialistas: “Para
cada hombre, el principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo fue
inmolado por él. Pero Cristo se ha inmolado por él en cuanto él reconoce la
gracia y se vuelve consciente de la vida que le ha dado aquella inmolación”.
Esto sucedió sacramentalmente en el bautismo, pero tiene que suceder
conscientemente y siempre de nuevo en la vida. Antes de morir debemos tener el
coraje y hacer un acto de audacia, casi un golpe de mano: apropiarse de la
victoria de Cristo. !Una apropiación indebida! Una cosa lamentablemente común
en la sociedad en la que vivimos, pero que con Jesús ésta no solamente no nos
está prohibida, sino que se nos recomienda. “Indebida” que significa que no nos
es debida, que no la hemos merecido nosotros, pero que nos es dada
gratuitamente por la fe. Más bien vayamos a lo seguro, escuchemos a un doctor
de la iglesia. “Yo –escribe san Bernardo–
lo que no puedo obtener por mi mismo, me lo apropio (literalmente, !lo usurpo!)
con confianza del costado traspasado del Señor, porque está lleno de
misericordia. Mi mérito por lo tanto es la misericordia de Dios. No soy pobre
de méritos mientras Él sea rico de misericordia. Pues si la misericordia del
Señor es mucha (Sal 119, 156), yo tendré abundancia de méritos. ¿Y que es de mi
justicia? Oh Señor, me acordaré solamente de tu justicia. De hecho esa es
también la mía, porque tú eres para mí justicia de parte de Dios”. (cf. 1 Cor
1, 30). ¿Acaso este modo de concebir la santidad volvió a san Bernardo menos
celoso de las buenas obras, menos empeñado en adquirir la virtud? Quizás
descuidaba la mortificación de su cuerpo y de reducirlo a esclavitud (cf. 1 Cor
9,27), el apóstol Pablo quien antes que todos y más que todos había hecho de
esta apropiación de la justicia de Cristo la finalidad de su vida y de su
predicación (cf. Fil 3, 7-9).
En Roma, como en todas las ciudades grandes existen los
que no tienen un techo. Tienen un nombre en todos los idiomas: homeless,
clochards, barboni, mendigos: personas humanas que lo único que tienen son unos
pocos trapos que visten y algún objeto que llevan en bolsas de plástico.
Imaginemos que un día se difunde esta voz: en via Condotti (¡todos saben lo que
significa en Roma la via Condotti!), está la dueña de una boutique de lujo que,
por alguna razón desconocida, por interés o generosidad, invita a todos los
mendigos de la estación Termini a ir a su negocio, a dejar sus trapos sucios, a
ducharse y después a elegir el vestido que deseen entre los que están expuestos
y llevárselos, así, gratuitamente. Todos dicen en su corazón: “¡Esta es una
fábula, no sucederá nunca!”. Es verdad, pero lo que no sucede nunca entre los
hombres es lo que puede suceder cada día entre los hombres y Dios, porque, ¡delante
de Él, aquellos mendigos somos nosotros! Esto es lo que sucede con una buena
confesión: te despojas de tus trapos sucios, los pecados; recibes el baño de la
misericordia y te levantas “cubierto por ropas de fiesta, envuelto en manto de
victoria” (Is. 61, 10). El publicano de la parábola que fue al templo a rezar
dijo simplemente, pero desde lo profundo de su corazón: “¡Oh Dios, ten piedad
de mí, que soy pecador!”, y “volvió a su casa justificado” (Lc. 18,14),
reconciliado, hecho nuevo, inocente. Igual, si tenemos su fe y su
arrepentimiento, podrán decirlo de nosotros volviendo a casa después de esta
liturgia.
Entre los personajes de la pasión con los cuales podemos
identificarnos me doy cuenta que he omitido uno, el que más de todos espera a quien
quiera seguir su ejemplo: el buen ladrón.
El buen ladrón confiesa completamente su pecado; le dice a
su compañero que insulta a Jesús: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la
misma condena? Y nosotros con razón porque nos lo hemos merecido por nuestros
hechos; en cambio este, nada malo ha hecho” (Lc. 23, 40s.).
El buen ladrón se muestra como un excelente teólogo.
Solamente Dios, de hecho, sufre absolutamente como inocente; cada persona que
sufre debe decir: “Yo sufro justamente”, porque aunque si no es el responsable
de la acción que le viene imputada, no está enteramente libre de culpa.
Solamente el dolor de los niños inocentes se asemeja al de
Dios y por esto es así misterioso y sagrado. Cuántos delitos atroces se
quedaron, en los últimos tiempos, sin un culpable, ¡Cuántos casos no resueltos!
El buen ladrón lanza un llamado a los responsables: hagan
como yo, salgan al descubierto, confiesen su culpa; experimentareis también
vosotros la alegría que yo he sentido cuando escuché la palabra de Jesús: “¡Hoy
estarás conmigo en el paraíso!” (Lc 23,43).
Cuántos reos confesos pueden confirmar que fue así también
con ellos: que pasaron del infierno al paraíso el día que tuvieron el coraje de
arrepentirse y confesar su culpa. También yo he conocido a alguno. El paraíso
prometido es la paz de conciencia, la posibilidad de mirarse en el espejo y
mirar a los propios hijos sin necesidad de tener que despreciarse. No lleváis a
la tumba vuestro secreto; os procuraría una condena más temible que aquella
humana. Nuestro pueblo no es despiadado con quien se ha equivocado, si reconoce
el mal realizado, sinceramente, no solamente por conveniencia. Por el
contrario, está listo a apiadarse y acompañar al arrepentido en su camino de
redención (que en todo caso se vuelve más breve).
“Dios perdona muchas cosas, por una obra buena”, dice
Lucia en “Los Novios” de Alessandro Manzoni, al hombre que la había raptada.
Aún más, tenemos que decir, Él perdona muchas cosas debido a un acto de
arrepentimiento. Lo ha prometido solemnemente: “Aunque fuesen sus pecados rojos
como la grana, como nieve blanquearán; y así rojeasen como el carmesí, como
lana quedarán” (Is. 1, 18). Volvamos ahora a hacer lo que hemos escuchado al
inicio, que es nuestra tarea en este día: con voces de júbilo exaltemos la
victoria de la cruz, entonemos himnos de alabanza al Señor. “O Redemptor, sume
carmen temet concinentium”. Y tú, Redentor nuestro, acoge el canto que elevamos
hasta ti.
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