Venerados hermanos,
queridos Ordenandos, queridos hermanos y hermanas!
La tradición romana de celebrar las Ordenaciones
sacerdotales en este IV Domingo de Pascua, el domingo “del buen pastor”,
contiene una gran riqueza de significado, ligada a la convergencia entre la
Palabra de Dios, el Rito litúrgico y el Tiempo pascual en el que se coloca. En
particular, la figura del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y
naturalmente muy importante para la definición del sacerdote, adquiere su plena
verdad y claridad sobre el rostro de Cristo, a la luz del Misterio de su muerte
y resurrección. De esta riqueza también ustedes, queridos Ordenandos, pueden
siempre sacar -cada día de su vida- y así su sacerdocio será continuamente
renovado.
Este año el fragmento evangélico es aquel central en el
capítulo 10 de Juan, que inicia propiamente con la afirmación de Jesús: “Yo soy
el buen pastor”, a lo que inmediatamente sigue la primera característica
fundamental: “El buen pastor da al vida por la ovejas” (Jn 10,11). Sí, aquí
nosotros somos inmediatamente conducidos al centro, al culmen de la revelación
de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente
Jesús que muere en la cruz y resurge del sepulcro al tercer día, resurge con
toda su humanidad, y de este modo nos involucra a nosotros, a cada hombre, en
su pasaje de la muerte a la vida. Este evento – la Pascua de Cristo – en la que
se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios, es un evento
sacrificial: por esto el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote coinciden en la
persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.
Pero observemos brevemente también las primeras dos
Lecturas y el Salmo responsorial (Sal 118). El texto de los Hechos de los
Apóstoles (4,8-12) nos presenta el testimonio de san Pedro delante de los jefes
del pueblo y de los ancianos de Jerusalén, después de la prodigiosa curación
del lisiado. Pedro afirma con gran franqueza que “Jesús es la piedra, que fue
desechada por ustedes, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra
angular”; y agrega: “Ningún otro puede proporcionar la salvación; no hay otro
nombre bajo el cielo concedido a los hombres que pueda salvarnos” (vv. 11-12).
El Apóstol interpreta después, a la luz del misterio pascual de Cristo, el
Salmo 118, en el que el orante da gracias a Dios que respondió a su grito de
ayuda y lo ha puesto a salvo. Dice este Salmo: «La piedra desechada por los
constructores se ha convertido en piedra angular. Esto fue hecho por el Señor:
una maravilla a nuestros ojos” (Sal 118,22-23). Jesús ha vivido propiamente
esta experiencia: de ser desechado por los jefes de su pueblo y rehabilitado
por Dios, puesto como fundamento de un nuevo templo, de un nuevo pueblo que
alabará a Dios con frutos de justicia (cfr. Mt 21, 42-43). Así, la primera
Lectura y el Salmo responsorial, que es el mismo Salmo 118, nos refieren fuerte
y nuevamente al contexto pascual, y con esta imagen de la piedra desechada y
rehabilitada atraen nuestra mirada a Jesús muerto y resucitado.
La segunda Lectura, de la Primera Carta de Juan (3,1-2)
nos habla, en cambio, del fruto de la Pascua de Cristo: el de nuestro ser
transformados en hijos de Dios. En las palabras de Juan se siente todavía el
estupor por este don: no solamente somos llamados hijos de Dios sino que “lo
somos realmente» (v. 1). En efecto, la condición filial del hombre es el fruto
de la obra salvífica de Jesús: con su encarnación, con su muerte y resurrección
y con el don del Espíritu Santo, Él ha inserido al hombre dentro de una
relación nueva con Dios, su misma relación con el Padre. Por esto Jesús
resucitado dice: “Subo a mi Padre y Padre de ustedes, mi Dios y Dios de
ustedes” (Jn 20,17). Es una relación ya plenamente real, pero que todavía no se
ha manifestado plenamente: lo será finalmente, cuando –si Dios quiere –
podremos ver su rostro sin velos (cfr. v. 2).
Queridos Ordenandos, ¡es allá donde nos quiere conducir el
Buen Pastor! Es allá que el sacerdote está llamado a conducir a los fieles a Él
confiados: a la vida verdadera; la vida “en abundancia” (Jn 10,10). Volvamos
ahora al Evangelio y a la parábola del pastor. “El buen pastor da la propia
vida por las ovejas” (Jn 10,11). Jesús insiste sobre esta característica
esencial del verdadero pastor que es Él mismo: aquella del “dar la propia
vida”. Lo repite tres veces y al final concluye diciendo: “Por esto el Padre me
ama: porque yo doy mi vida, para después retomarla de nuevo. Ninguno me la
quita: yo la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de retomarla
de nuevo. Este es el mandamiento recibido de mi Padre” (Jn 10,17-18). Es esta
claramente la característica que califica al pastor, así como Jesús lo
interpreta en primera persona, según la voluntad del Padre que lo ha enviado.
La figura bíblica del rey-pastor, que comprende principalmente el deber de
regir al pueblo de Dios, de tenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se
realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en la ofrenda de
la vida. Se realiza - en una palabra- en el misterio de la Cruz, esto es, en el
supremo acto de humildad y de amor oblativo. Dice el abad Teodoro Studita: “Por
medio de la cruz nosotros, ovejas de Cristo, hemos sido reunidos en un único
rebaño y estamos destinados a las moradas eternas” (Discurso sobre la adoración
de la cruz: PG 99, 699).
En es ta prospectiva se orientan las formulas del Rito de
la Ordenación de los Presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre
las preguntas relacionadas con los “compromisos de los elegidos”, la última,
que tiene un carácter culminante y de algún modo sintético, dice así: “¿Quieren
estar cada vez más estrechamente unidos a Cristo sumo sacerdote, que como
víctima pura se ofreció al Padre por nosotros, consagrando ustedes mismos a
Dios junto a Él por la salvación de todos los hombres?”. El sacerdote es de
hecho aquel que viene inserido de un modo singular en el misterio del
Sacrificio de Cristo, con una unión personal a Él, para prolongar su misión
salvífica. Esta unión, que se realiza gracias al Sacramento del Orden, pide
llegar a ser “cada vez más estrecha” por la generosa correspondencia del
sacerdote mismo. Por esto, queridos Ordenandos, dentro de poco Uds. responderán
a esta pregunta diciendo: «Sí, con la ayuda de Dios, lo quiero”. Sucesivamente,
en los Ritos explicativos, al momento de la unción crismal, el celebrante dice:
“El Señor Jesucristo, que el Padre ha consagrado en Espíritu Santo y poder, te
custodie para la santificación de su pueblo y para la ofrenda del sacrificio”.
Y después, en la entrega del pan y el vino: “Recibe las ofrendas del pueblo
santo para el sacrificio eucarístico. Comprende lo que harás, imita lo que
celebrarás, conforma tu vida al misterio de la cruz de Cristo Señor”. Resalta
con fuerza que para el sacerdote, celebrar cada día la Santa Misa, no significa
desarrollar una función ritual sino cumplir una misión que compromete entera y
profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado que, en su
Iglesia, continúa actuando el Sacrificio redentor.
Esta dimensión eucarística-sacrificial es inseparable de
aquella pastoral y constituye el núcleo de verdad y de fuerza salvífica, de la
que depende la eficacia de toda actividad. Naturalmente no hablamos de la
eficacia solamente sobre el plano psicológico o social, sino de la fecundidad
vital de la presencia de Dios a nivel humano profundo. La misma predicación,
las obras, los gestos de diverso género, que la Iglesia realiza con sus
múltiples iniciativas, perderían su fecundidad salvífica si viniera a menos la
celebración del Sacrificio de Cristo. Y ésta es confiada a los sacerdotes
ordenados. En efecto, el presbítero está llamado a vivir en si mismo aquello
que ha experimentado Jesús en primera persona, esto es darse plenamente a la
predicación y a la curación del hombre de todo mal del cuerpo y del espíritu, y
después, finalmente, reasumir todo en el gesto supremo del “dar la vida” por
los hombres, gesto que encuentra su expresión sacramental en la Eucaristía,
memorial perpetuo de la Pascua de Jesús. Es sólo a través de esta “puerta” del
Sacrificio pascual que los hombres y las mujeres de todos los tiempos y
lugares, pueden entrar en la vida eterna; es a través de esta “vía santa” que
pueden cumplir el éxodo que los conduce a la “tierra prometida” de la verdadera
libertad, a las “praderas verdes” de la paz y de la alegría sin fin (cfr. Jn
10,7.9; Sal 77,14.20-21; Sal 23,2).
Queridos Ordenandos, que esta Palabra de Dios ilumine toda
vuestra vida. Y cuando el peso de la cruz se haga más pesado, sepan que es la
hora más preciosa, para ustedes y para las personas a ustedes confiadas:
renovando con fe y con amor el “Sí, con la ayuda de Dios lo quiero”, ustedes
cooperaran con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, a nutrir sus ovejas –
quizás aquella sola que se había perdido, por la cual se hace una gran fiesta
en el Cielo! La Virgen María, Salus Populi Romani, vele siempre sobre cada uno
de ustedes y su camino.
(Traducción del italiano: jesuita Guillermo Ortiz)
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