Día litúrgico: Miércoles XXII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 4,38-44): En aquel tiempo,
saliendo de la sinagoga, Jesús entró en la casa de Simón. La suegra de Simón
estaba con mucha fiebre, y le rogaron por ella. Inclinándose sobre ella,
conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó; ella, levantándose al punto, se puso
a servirles. A la puesta del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas
dolencias se los llevaban; y, poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos,
los curaba. Salían también demonios de muchos, gritando y diciendo: «Tú eres el
Hijo de Dios». Pero Él, conminaba y no les permitía hablar, porque sabían que
él era el Cristo.
Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario. La
gente le andaba buscando y, llegando donde Él, trataban de retenerle para que
no les dejara. Pero Él les dijo: «También a otras ciudades tengo que anunciar
la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado». E iba predicando
por las sinagogas de Judea.
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España).
Poniendo Él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba.
Salían también demonios de muchos, gritando
Hoy nos encontramos ante un claro contraste: la gente que
busca a Jesús y Él que cura toda “enfermedad” (comenzando por la suegra de
Simón Pedro); a la vez, «salían también demonios de muchos, gritando» (Lc
4,41). Es decir: bien y paz, por un lado; mal y desesperación, por otro.
No es la primera ocasión que aparece el diablo “saliendo”,
es decir, huyendo de la presencia de Dios entre gritos y exclamaciones.
Recordemos también el endemoniado de Gerasa (cf. Lc 8,26-39). Sorprende que el
propio diablo “reconozca” a Jesús y que, como en el caso del de Gerasa, es él
mismo quien sale al encuentro de Jesús (eso sí, muy rabioso y molesto porque la
presencia de Dios perturbaba su vergonzosa tranquilidad).
¡Tantas veces también nosotros pensamos que encontrarnos
con Jesús es un estorbo! Nos estorba tener que ir a Misa el domingo; nos
inquieta pensar que hace mucho que no dedicamos un tiempo a la oración; nos
avergonzamos de nuestros errores, en lugar de ir al Médico de nuestra alma a
pedirle sencillamente perdón... ¡Pensemos si no es el Señor quien tiene que
venir a encontrarnos, pues nosotros nos hacemos rogar para dejar nuestra
pequeña “cueva” y salir al encuentro de quien es el Pastor de nuestras vidas! A
esto se le llama, sencillamente, tibieza.
Hay un diagnóstico para esto: atonía, falta de tensión en
el alma, angustia, curiosidad desordenada, hiperactividad, pereza espiritual
con las cosas de la fe, pusilanimidad, ganas de estar solo con uno mismo... Y
hay también un antídoto: dejar de mirarse a uno mismo y ponerse manos a la
obra. Hacer el pequeño compromiso de dedicar un rato cada día a mirar y a
escuchar a Jesús (lo que se entiende por oración): Jesús lo hacía, ya que «al
hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario» (Lc 4,42). Hacer el
pequeño compromiso de vencer el egoísmo en una pequeña cosa cada día por el
bien de los otros (a eso se le llama amar). Hacer el pequeño-gran compromiso de
vivir cada día en coherencia con nuestra vida cristiana.
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