Fundador de la Orden de Clérigos Menores.
El ambiente temporal en que Dios quiso ponerlo en el mundo
es justo cuando soplan aires nuevos en la Iglesia después del concilio de
Trento. Se estrena el barroco exuberante en el arte y hasta en la piedad que
lleva a fundaciones nuevas, a manifestaciones y estilos vírgenes que intentan
reformar todo aquello que peleó Trento.
Languidece el Renacimiento que emborrachó a Roma hasta
llegar a embotarla y hacerla incapaz de descubrir los males que gestaba y que
explotaron con Lutero. Es por eso tiempo de santos nuevos: Pío V, Carlos
Borromeo, Ignacio, Juan de Ribera, Teresa, Juan de la Cruz, Francisco de Sales,
Neri, Cariacciolo... y tantos. Papas, poetas, maestros, obispos, escritores y
apóstoles para un tiempo nuevo -crecido con las Indias-que intenta con seriedad
volver a la oración, huir del lujo, llenar los confesonarios, adorar la
Eucaristía y predicar pobreza dando testimonio con atención a los desheredados
y enfermos.
El año 1563 fue interpretado por alguno de los biógrafos
de Francisco Caracciolo como un presagio; fue cuando termina el concilio de
Trento y es también el año de su nacimiento en la región de los Abruzos,
justamente en Villa Santa María, el día 13 de octubre, hijo de Francisco
Caracciolo y de Isabel Baratuchi; es el segundo de cinco hijos y le pusieron el
nombre de Ascanio.
Después de cursar los estudios propios del tiempo, Ascanio
fue militar. Pero una enfermedad diagnosticada por los médicos como lepra va a
cambiar el curso de su vida; por el peligro de contagio le han abandonado los
amigos; la soledad y el miedo a la muerte le lleva a levantar los ojos al cielo
y, como suele suceder en estos casos límite, llegó la hora de las grandes
promesas: si cura de la enfermedad, dedicará a Dios el resto de sus días.
Y así fue. Nobleza obliga. Curado, marcha a Nápoles y pide
la admisión en la cofradía de los Bianchi, los Blancos, que se ocupan de
prestar atención caritativa a los enfermos, a los no pocos que están condenados
a galera y a los presos de las cárceles.
El sacerdote Adorno, otro hombre con barruntos a lo divino
y pieza clave en la vida de Caracciolo, ha pedido también la admisión en la
cofradía de los Blancos. En compañía de un tercero, también pariente de Ascanio
y con su mismo nombre, se reúnen durante cuarenta días en la abadía de los
camandulenses, cerca de Nápoles, para redactar los estatutos de la fundación
que pretenden poner en marcha porque quieren hacer algo por la Iglesia.
Sixto V aprobará la nueva Orden en Roma y la llamará de
los «Clérigos menores»; además de los tres votos comunes a la vida religiosa se
añade un cuarto voto consistente en la renuncia a admitir dignidades
eclesiásticas. La terna de los fundadores constituye tres primeros socios. A
partir de la profesión hecha en Nápoles, Ascanio se llamará ya Francisco.
Pronto se les unen otros diez clérigos, con idénticas ansias de santidad y que
desprecian frontalmente los honores, esa búsqueda de grandeza que tanto daño ha
hecho a la Iglesia en el tiempo del Renacimiento. Ahora se reparten los días
para mantener entre todos un ayuno continuo y se distribuyen las horas del día
y de la noche para mantener permanente la adoración al Santísimo Sacramento.
Hace falta fundar en España pero Felipe II no les da
facilidades. Piensa el rey que hay demasiados frailes en el Imperio y ha
dictado normas al respecto. Regresando a Roma, insisten en el intento,
consiguen nueva confirmación del papa Gregorio XVI para cambiar los ánimos de
Felipe II. Ahora muere Adorno y Francisco Caracciolo es nombrado General. Nuevo
intento hay en el Escorial, con mejor éxito, pero hubo borrasca de clérigos en
Madrid, con suspenso. El papa Clemente VIII intercede y recomienda desde Roma y
llegan mejores tiempos con el rey Felipe III. En Valladolid consiguió fundar
casa y en Alcalá montó un colegio que sirviera para la formación de sus
«Clérigos Regulares Menores». Siguen otras fundaciones también en Roma y
Nápoles.
La fuerte actividad obedece a un continuo querer la
voluntad divina a la que no se resistió ni siquiera protestó cuando las
incomprensiones y enredos de los hombres se hicieron patentes. Vive pobre y
humilde fiel a su compromiso. Siempre se mostró delicado con los enfermos y
generoso con los pobres. Llama la atención su espíritu de penitencia con ayunos
y mortificaciones que se impone a sí mismo. Pidió se admitiese su renuncia al
gobierno para dedicarse a la oración y, aceptada, eligió para vivir el hueco de
la escalera de la casa que desde entonces es el único testigo mudo de su
oración y penitencia. El amor a Jesucristo fue tan grande que a veces es
suficiente la mirada a un crucifijo para entrar en éxtasis y el pensamiento
elevado a la Virgen María le trae a los ojos lágrimas de ternura.
Cuando sólo tiene 44 años, murió en Nápoles el 4 de junio
de 1608, con los nombres de Jesús y de María en la boca. El papa Pío VII lo
canonizó en 1807. Su cuerpo se conserva en la iglesia de Santa María la Mayor
de Nápoles y la iconografía muestra a Francisco Caracciolo con una Custodia en
la mano, como símbolo del amor que tuvo a la Eucaristía y que debe mantener su
Orden para ser fiel hasta el fin del tiempo.
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