De los Tratados de San Agustín, obispo, sobre el evangelio
de San Juan
La plenitud del amor
Para empezar a conocer si sabemos amar, tenemos, antes,
que sabernos queridos. Cuando hayamos entendido hasta qué punto Dios nos
quiere, entonces experimentaremos el no haber sabido corresponder y, en Dios,
aprenderemos a amar.
Con el amor aprenderemos a conocer a los demás y
comprenderemos que existe una razón para nuestra vida. Si elegimos siempre el
amor a los demás, sean cuales sean las consecuencias de esta elección, habremos
empeñado nuestra vida y seremos verdaderos revolucionarios en nuestro mundo de
hoy. Porque no es la justicia, ni la violencia, ni el poder, quienes
transforman el mundo, sino el amor.
El Señor, hermanos muy amados, quiso dejar bien claro en
qué consiste aquella plenitud del amor con que debemos amarnos mutuamente,
cuando dijo: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos.
Consecuencia de ello es lo que nos dice el mismo evangelista Juan en su carta:
Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los
hermanos, amándonos mutuamente como él nos amó, que dio su vida por nosotros.
Es la misma idea que encontramos en el libro de los
Proverbios: Si te sientas a comer en la mesa de un señor, mira con atención lo
que te ponen delante, y pon la mano en ello pensando que luego tendrás que
preparar tú algo semejante. Esta mesa de tal señor no es otra que aquella de la
cual tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros.
Sentarse a ella significa acercarse a la misma con humildad. Mirar con atención
lo que nos ponen delante equivale a tomar conciencia de la grandeza de este
don. Y poner la mano en ello, pensando que luego tendremos que preparar algo
semejante, significa lo que ya he dicho antes: que así como Cristo dio su vida
por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Como dice
el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que
sigamos sus huellas. Esto significa preparar algo semejante. Esto es lo que
hicieron los mártires, llevados por un amor ardiente; si no queremos celebrar
en vano su recuerdo, y si nos acercamos a la mesa del Señor para participar del
banquete en que ellos se saciaron, es necesario que, tal como ellos hicieron,
preparemos luego nosotros algo semejante.
Por esto, al reunirnos junto a la mesa del Señor, no los
recordamos del mismo modo que a los demás que descansan en paz, para rogar por
ellos, sino más bien para que ellos rueguen por nosotros a fin de que sigamos
su ejemplo, ya que ellos pusieron en práctica aquel amor del que dice el Señor
que no hay otro más grande. Ellos mostraron a sus hermanos la manera como hay
que preparar algo semejante a lo que también ellos habían tomado de la mesa del
Señor.
Lo que hemos dicho no hay que entenderlo como si nosotros
pudiéramos igualarnos al Señor, aun en el caso de que lleguemos por él hasta el
testimonio de nuestra sangre, él era libre para dar su vida y libre para
volverla a tomar, nosotros no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos
aunque no queramos; él, en el momento de morir, mató en sí mismo a la muerte,
nosotros somos librados de la muerte por su muerte; su carne no experimentó la
corrupción, la nuestra ha de pasar por la corrupción, hasta que al final de
este mundo seamos revestidos por él de la incorruptibilidad; él no necesitó de
nosotros para salvarnos, nosotros sin él nada podemos hacer; él, a nosotros,
sus sarmientos, se nos dio como vid, nosotros, separados de él, no podemos
tener vida.
Finalmente, aunque los hermanos mueran por sus hermanos,
ningún mártir derrama su sangre para el perdón de los pecados de sus hermanos,
como hizo él por nosotros, ya que en esto no nos dio un ejemplo que imitar,
sino un motivo para congratularnos. Los mártires, al derramar su sangre por sus
hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían tomado de la mesa del Señor.
Amémonos, pues, los unos a los otros, como Cristo nos amó y se entregó a sí
mismo por nosotros.
Agradecimientos al portal: encuentra.com
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