Día litúrgico: Jueves XII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 7,21-29): En aquel tiempo,
Jesús dijo a sus discípulos: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará
en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial.
Muchos me dirán aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en
tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?’. Y
entonces les declararé: ‘¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de
iniquidad!’.
»Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las
ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca:
cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron
contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y
todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el
hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los
torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue
grande su ruina».
Y sucedió que, cuando acabó Jesús estos discursos, la
gente quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene
autoridad, y no como sus escribas.
Comentario: Rev. D. Joan Pere PULIDO i
Gutiérrez, Secretario del obispo de Sant Feliu (Sant Feliu de Llobregat,
España).
No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el
Reino de los Cielos
Hoy nos impresiona la afirmación rotunda de Jesús: «No
todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el
que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7,21). Por lo menos, esta
afirmación nos pide responsabilidad en nuestra condición de cristianos, al
mismo tiempo que sentimos la urgencia de dar buen testimonio de la fe.
Edificar la casa sobre roca es una imagen clara que nos
invita a valorar nuestro compromiso de fe, que no puede limitarse solamente a
bellas palabras, sino que debe fundamentarse en la autoridad de las obras,
impregnadas de caridad. Uno de estos días de junio, la Iglesia recuerda la vida
de san Pelayo, mártir de la castidad, en el umbral de la juventud. San Bernardo, al recordar la vida de Pelayo, nos dice en su tratado sobre las
costumbres y ministerio de los obispos: «La castidad, por muy bella que sea, no
tiene valor, ni mérito, sin la caridad. Pureza sin amor es como lámpara sin
aceite; pero dice la sabiduría: ¡Qué hermosa es la sabiduría con amor! Con
aquel amor del que nos habla el Apóstol: el que procede de un corazón limpio,
de una conciencia recta y de una fe sincera».
La palabra clara, con la fuerza de la caridad, manifiesta
la autoridad de Jesús, que despertaba asombro en sus conciudadanos: «La gente
quedaba asombrada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene
autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29). Nuestra plegaria y
contemplación de hoy, debe ir acompañada por una reflexión seria: ¿cómo hablo y
actúo en mi vida de cristiano? ¿Cómo concreto mi testimonio? ¿Cómo concreto el
mandamiento del amor en mi vida personal, familiar, laboral, etc.? No son las
palabras ni las oraciones sin compromiso las que cuentan, sino el trabajo por
vivir según el Proyecto de Dios. Nuestra oración debería expresar siempre
nuestro deseo de obrar el bien y una petición de ayuda, puesto que reconocemos
nuestra debilidad.
-Señor, que nuestra oración esté siempre acompañada por la
fuerza de la caridad.
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