Día litúrgico: Martes VII de Pascua
Texto del Evangelio (Jn 17,1-11a): En aquel tiempo,
Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a
tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado
sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Ésta
es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú
has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la
obra que me encomendaste realizar.
»Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria
que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los
hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has
dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado
viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y
ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han
creído que tú me has enviado.
»Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que
tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío;
y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí
están en el mundo, y yo voy a ti».
Comentario: Rev. D. Pere OLIVA i March (Sant
Feliu de Torelló, Barcelona, España).
Padre, ha llegado la hora
Hoy, el Evangelio de san Juan —que hace días estamos
leyendo— comienza hablándonos de la “hora”: «Padre, ha llegado la hora» (Jn
17,1). El momento culminante, la glorificación de todas las cosas, la donación
máxima de Cristo que se entrega por todos... “La hora” es todavía una realidad
escondida a los hombres; se revelará a medida que la trama de la vida de Jesús
nos abra la perspectiva de la cruz.
¿Ha llegado la hora? ¿La hora de qué? Pues ha llegado la
hora en que los hombres conozcamos el nombre de Dios, o sea, su acción, la
manera de dirigirse a la Humanidad, la manera de hablarnos en el Hijo, en
Cristo que ama.
Los hombres y las mujeres de hoy, conociendo a Dios por
Jesús («las palabras que tú me diste se las he dado a ellos»: Jn 17,8),
llegamos a ser testigos de la vida, de la vida divina que se desarrolla en
nosotros por el sacramento bautismal. En Él vivimos, nos movemos y somos; en Él
encontramos palabras que alimentan y que nos hacen crecer; en Él descubrimos
qué quiere Dios de nosotros: la plenitud, la realización humana, una existencia
que no vive de vanagloria personal sino de una actitud existencial que se apoya
en Dios mismo y en su gloria. Como nos recuerda san Ireneo, «la gloria de Dios es que el hombre viva». ¡Alabemos a
Dios y su gloria para que la persona humana llegue a su plenitud!
Estamos marcados por el Evangelio de Jesucristo;
trabajamos para la gloria de Dios, tarea que se traduce en un mayor servicio a
la vida de los hombres y mujeres de hoy. Esto quiere decir: trabajar por la
verdadera comunicación humana, la felicidad verdadera de la persona, fomentar
el gozo de los tristes, ejercer la compasión con los débiles... En definitiva:
abiertos a la Vida (en mayúscula).
Por el espíritu, Dios trabaja en el interior de cada ser
humano y habita en lo más profundo de la persona y no deja de estimular a todos
a vivir de los valores del Evangelio. La Buena Nueva es expresión de la
felicidad liberadora que Él quiere darnos.
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