Texto completo de la homilía del Santo Padre: (Escuchar audio)
Castel
Gandolfo, 15 de agosto de 2013
Queridos hermanos y hermanas
El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre
la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima.
Recuerdo solamente las palabras que se refieren al misterio que hoy celebramos.
La primera es ésta: «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de
pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en
cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina
del universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de
Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo
de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este
mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en
marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68). A la luz de esta
imagen bellísima de nuestra Madre, podemos considerar el mensaje que contienen
las lecturas bíblicas que hemos apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres
palabras clave: lucha, resurrección, esperanza.
El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha
entre la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la Iglesia,
aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con dolores. Así es en
efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la
historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto
entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los
discípulos de Jesús han de sostener - nosotros, todos nosotros discípulos de
Jesús debemos afrontar esta lucha - María no les deja solos; la Madre de Cristo
y de la Iglesia está siempre con nosotros, siempre, camina con nosotros
siempre. También María participa, en cierto sentido, de esta doble condición.
Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo. Pero
esto no significa que esté lejos, que se separe de nosotros; María, por el contrario,
nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate
contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario, pero
escuchen bien, el Rosario, ¿eh? – ¿Ustedes rezan el Rosario todos los días?
(....sí la gente responde) – (Bueno no sé dice el Papa sonriendo, ¿seguro?)....
tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha, una oración que
sostiene en la batalla contra el maligno y sus cómplices.
La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol
Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser cristianos significa
creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda
nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un
acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se
inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre
ha sido «atraída» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró
definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de
María; así ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo
ha seguido con el corazón, ha entrado con él en la vida eterna, que llamamos
también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.
María ha conocido también el martirio de la cruz: el
martirio de su corazón, el martirio del alma. Ella ha sufrido tanto en su
corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Ha vivido la pasión del Hijo hasta
el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha
recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y
María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son de
Cristo». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra
representante, es nuestra hermana, nuestra primera hermana, es la primera de
los redimidos que ha llegado al cielo.
El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza.
Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana
entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de
Cristo, en la victoria del amor. Hemos escuchado el canto de María, el
Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que
camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos
conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás,
papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños,
abuelos y abuelas, que han afrontado la lucha por la vida llevando en el
corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: «Proclama mi alma
la grandeza del Señor», así canta hoy la Iglesia y lo hace en todas partes del
mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo
sufre hoy la Pasión, donde está la cruz para nosotros cristianos está la
esperanza, siempre. Si no está la esperanza nosotros no somos cristianos, por
esto a mí me gusta decir ¡no se dejen robar la esperanza! ¡Que no nos roben la
esperanza porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos lleva
adelante mirando el cielo! Y María está siempre allí, cercana a esas
comunidades que sufren, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con
ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros,
con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que
une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, nosotros; que une el cielo y
la tierra, nuestra historia y la eternidad.
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