Día litúrgico: Viernes XVIII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 16,24-28): En aquel tiempo,
Jesús dijo a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la
perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues, ¿de qué le
servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O, ¿qué puede dar
el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre ha de venir en la
gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su
conducta. Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán
la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino».
Comentario: Rev. D. Pedro IGLESIAS Martínez
(Rubí, Barcelona, España).
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame
Hoy, el Evangelio nos sitúa claramente frente al mundo. Es
radical en su planteamiento, no admite medias tintas: «Si alguno quiere venir
en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). En
numerosas ocasiones, frente al sufrimiento generado por nosotros mismos o por
otros, oímos: «Debemos soportar la cruz que Dios nos manda... Dios lo quiere
así...», y vamos acumulando sacrificios como cupones pegados en una cartilla,
que presentaremos en la auditoria celestial el día que nos toque rendir
cuentas.
El sufrimiento no tiene valor en sí mismo. Cristo no era
un estoico: tenía sed, hambre, cansancio, no le gustaba que le abandonaran, se
dejaba ayudar... Donde pudo alivió el dolor, físico y moral. ¿Qué pasa
entonces?
Antes de cargar con nuestra “cruz”, lo primero, es seguir
a Cristo. No se sufre y luego se sigue a Cristo... A Cristo se le sigue desde
el Amor, y es desde ahí desde donde se comprende el sacrificio, la negación
personal: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida
por mí, la encontrará» (Mt 16,25). Es el amor y la misericordia lo que conduce
al sacrificio. Todo amor verdadero engendra sacrificio de una u otra forma,
pero no todo sacrificio engendra amor. Dios no es sacrificio; Dios es Amor, y
sólo desde esta perspectiva cobra sentido el dolor, el cansancio y las cruces
de nuestra existencia tras el modelo de hombre que el Padre nos revela en
Cristo. San Agustín sentenció: «En
aquello que se ama, o no se sufre, o el mismo sufrimiento es amado».
En el devenir de nuestra vida, no busquemos un origen
divino para los sacrificios y las penurias: «¿Por qué Dios me manda esto?»,
sino que tratemos de encontrar un “uso divino” para ello: «¿Cómo podré hacer de
esto un acto de fe y de amor?». Es desde esta posición como seguimos a Cristo y
como —a buen seguro— nos hacemos merecedores de la mirada misericordiosa del
Padre. La misma mirada con la que contemplaba a su Hijo en la Cruz.
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