domingo, 7 de octubre de 2012

Maestro de Nueva Evangelización



07-10-2012 L’Osservatore Romano

«San Juan de Ávila, un Doctor para la nueva evangelización» hemos titulado una Instrucción de la XCIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, del 26 de abril de 2012; y la reiterada expresión del Santo Maestro: «Sepan todos que nuestro Dios es amor», encabezaba el Mensaje que, poco antes, dirigimos también a todo el pueblo de Dios. Evangelización y centralidad del amor del Padre manifestado en Cristo Jesús; dos claves esenciales para acercarnos a la persona y a la enseñanza de este «predicador evangélico», tal como lo definía su principal discípulo y primer biógrafo fray Luis de Granada.

Este doctorado, a las puertas del Año de la Fe y en el inicio mismo de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre La nueva evangelización para la transmisión de la fe, nos pone ante los ojos a la figura culta y humilde, relevante y discreta del Santo Maestro Juan de Ávila (1499 ó 1500-1569,) que dedicó su vida a la oración y al estudio, a predicar a pequeños y mayores, clérigos y laicos que todos estamos llamados a la santidad; a poner la Palabra de Dios al alcance de sabios e ignorantes, y a dejarnos una porción de tratados de espiritualidad, sermones, pláticas y cartas en ese delicioso castellano «de oro» que armoniza el buen decir con la solidez, la gracia y la densidad de su contenido.



Las prestigiosas universidades de Salamanca y de Alcalá dejaron huella profunda en el joven estudiante Juan de Ávila. Después de cuatro cursos de intentarlo, no era lo suyo seguir cursando Leyes en Salamanca y, tras una gran experiencia de conversión, cambió su rumbo hacia las Artes y la Teología en la universidad Complutense, recién fundada por el cardenal Cisneros, donde la armoniosa síntesis de la más sólida tradición teológica eclesial con las nuevas corrientes del humanismo renacentista marcó para siempre su definida personalidad. Según fray Luis de Granada, Domingo Soto, profesor suyo en esta universidad, lo apreciaba mucho y decía de aquel joven, «que si siguiera escuelas, fuera de los aventajados en letras que hubiera en España».

Acaba de imprimirse la famosa Biblia Poliglota Complutense y, desde sus años de estudiante en Alcalá, la Palabra de Dios no se despegó nunca de la cabeza y del corazón de quien llenó sus escritos y predicación de incontables alusiones al Antiguo y Nuevo Testamentos, muy especialmente al evangelio y a los escritos paulinos. «Sed amigos de la Palabra de Dios leyéndola, hablándola, obrándola» (Carta 86), es una de sus recomendaciones preferidas. «La sagrada Escriptura —dice—, casa de Dios es, silla de Dios es... por manera que esta Biblia es traslado del corazón de Dios» (Juan I Lec 6ª).

Sugirió incluso la idea de crear algo así como un Instituto bíblico, porque «pues ella [la Biblia] es la que hace a uno llamarse teólogo» (Memorial i, 52). Esta era su propuesta: «Sería cosa utilísima a la Iglesia dar orden para que en las universidades hubiese colegios diputados y dotados para que la dicha Sagrada Escriptura tuviese colegiales y discípulos que con estas dichas disposiciones la pudiesen estudiar; y, con tener ejercicios de leer y predicar así entre los mismos colegiales como a gente de fuera, se hiciesen hábiles para hacer fructo en la Iglesia de Dios con el ejercicio y ministerio de su palabra. Con este medio habría lectores suficientes para leer la Sagrada Escriptura en las universidades, pues vemos por experiencia hallarse pocos de éstos. Porque requiere esta lección otro diferente modo, y espíritu, y pericia de la que pide la teología escolástica, en la cual solamente están ejercitados los más de los que leen la Sagrada Escriptura» (Memorial ii n. 67).

Según declaraciones de sus contemporáneos, Ignacio de Loyola llegó a calificarlo como «arca del Testamento, por ser el archivo de la Sagrada Escritura, que si esta se perdiere, él solo la restituiría a la Iglesia».

Desde 1538 figura con el título de Maestro y el Papa Pablo VI, en la homilía de su canonización, el 31 de mayo de 1970, resaltó su persona y doctrina excelsa, lo propuso como modelo de predicación y de dirección de almas, lo calificó de paladín de la reforma eclesiástica y destacó su continuada influencia histórica hasta la actualidad. A la renovación eclesial del concilio Vaticano II en los comienzos de este tercer milenio del cristianismo, contribuirá en gran manera la voz de este Maestro, que bien pudiera calificarse Doctor del amor de Dios o de la nueva evangelización.

Juan de Ávila es un clásico de la espiritualidad cristiana junto a los otros grandes santos y místicos del siglo XVI, conocido y valorado universalmente sobre todo en ámbitos teológicos y académicos. No elaboró nunca una síntesis sistemática de su enseñanza teológica, pero sí nos ha dejado joyas tan preciosas como el Tratado del Amor de Dios, el Tratado sobre el sacerdocio, el Catecismo o Doctrina cristiana, los Comentarios a la epístola a los Gálatas o la I carta de Juan y, sobre todo, el conocido Audi, filia, fruto de su dirección espiritual a una joven. El cardenal Astorga, arzobispo de Toledo, decía sobre él: «este libro ha convertido más almas que letras tiene», y los católicos perseguidos en Inglaterra encontraban en su lectura gran aliento.

En todas estas obras se puede apreciar su rigurosa metodología en cuanto a contenidos y citas bíblicas, patrísticas y de concilios, junto con un razonamiento ordenado y coherente y un estilo lleno de comparaciones pedagógicas expresado en su sobrio lenguaje castellano, lleno de belleza y precisión. Se observa también una gran capacidad pedagógica; una especial habilidad para tener en cuenta al destinatario de sus sermones o escritos, y una considerable creatividad para elegir los recursos adecuados al mensaje que pretendía transmitir. Escribió, por ejemplo, un catecismo en verso que podía ser cantado, de modo que los pequeños lo aprendían fácil y gratamente y los mayores también, al escuchárselo a los niños.

Como verdadero humanista y buen conocedor de la realidad, la suya es, pues, una teología cercana a la vida, que responde a las cuestiones planteadas en el momento y lo hace de modo didáctico y comprensible.

El ingenio y la buena preparación académica de Juan de Ávila alcanzó incluso a inventar máquinas para elevar el agua, empleando el beneficio económico que le proporcionaban las patentes en la fundación de colegios para la educación e instrucción de niños y jóvenes.

Es también promotor de interesantes iniciativas que le hacen, de algún modo, pionero del derecho internacional, proponiendo la creación de un tribunal de arbitraje para evitar conflictos armados: «Ningún rey, ni señor, ni señoría que no reconoce superior no pueda mover guerra con otro sin que primero se examine por letrados de universidades, que el concilio señalase, la justicia de las causas. Y si el que no tuviere justicia no quisiere satisfacer al que la tiene, se provea de remedios oportunos contra él; y tales, que él quede con el castigo bien escarmentado y otros queden avisados» (Memorial I al Concilio de Trento, Reformación del estado Eclesiástico, n. 63).

Propuestas de tan elevado alcance, junto con la mirada contemplativa al acontecer cotidiano y a la naturaleza que también nos habla del Creador: «Decid, ¿no habéis visto amanecer alguna mañana? Es cosa mucho de ver. Parece milagro de Dios ver cómo va saliendo el alba, ver cómo cantan todas las avecillas, unas bien, otras mal; es milagro verla; no parece sino que todas llaman a Dios en su manera, todas bendicen a Dios» (Sermón 62).

«Mira todos —escribe también— los beneficios que Dios te tiene hechos, porque todos ellos son prendas y testimonios de amor. Todo cuanto hay en el cielo y en la tierra, y todos cuantos huesos y sentidos hay en tu cuerpo» (Trat. Amor de Dios, i, 952). «Mírese un hombre mesmo a sí, mire el cielo y mire la tierra, y vea que todo es leña de beneficios para encender en el hombre el fuego del divino amor» (Sermón 70).

Atento a captar lo que el Espíritu inspiraba a la Iglesia, en una época tan compleja y convulsa de cambios culturales, de variadas corrientes humanísticas, de búsqueda de nuevas vías de espiritualidad, clarificó criterios y conceptos centrando su enseñanza en temas tan candentes como la justificación y la gracia, que él explicó a la luz de lo que llamaba el «beneficio de Cristo», es decir, la expresión del amor de Dios en Cristo Jesús, Verbo humanado y Redentor nuestro.

Su teología es orante y sapiencial: lo requería la santidad de la ciencia teológica y el provecho y edificación de la Iglesia. Y su enseñanza es una teología orada y predicada, aplicada a la realidad y a las necesidades de los oyentes, y acompañada siempre de la palabra de Dios y de los Santos Padres, apta para la edificación de las personas y para mover los corazones a la santidad.

La predicación del Maestro Ávila, centrada siempre en el amor de Dios, suponía para todos una acuciante invitación a la santidad. Porque todos, clérigos, religiosos y seglares, estamos llamados a ella. Estaba plenamente convencido de que la vocación cristiana, en cualquier estado de vida, es vocación a la santidad y al apostolado. Así, en el breve tratado Meditación del beneficio que nos hizo el Señor en el sacramento de la Eucaristía, tema que recorre también gran parte de su obra, expresa cómo la gracia divina hace «semejante el hombre a Dios en la pureza de la vida» y cómo la llamada a la santidad se debe a que el hombre es «participante del mismo Dios».

Sus biógrafos hablan abundantemente de la mayor exigencia de vida cristiana que suponía para todos escuchar sus palabras, plenamente coherentes con su testimonio de vida. Por su parte, favoreció todas las vocaciones y, como es sabido, fueron muy numerosas las conversiones, ingresos en la vida consagrada y clerical que provocaron sus escritos y sermones. Recordemos a Juan de Dios, que cambió radicalmente de vida escuchando en Granada la predicación del Padre Ávila y llegó a ser el fundador de la Orden Hospitalaria, o a San Francisco de Borja, a quien ayudó en el camino de su conversión y a su ingreso en la Compañía de Jesús, de la que fue el tercer prepósito general.

Juan de Ávila es, pues, Maestro de la vida santa y, en concreto, de la santidad sacerdotal: «¡Oh eclesiásticos, si os mirásedes en el fuego de vuestro pastor principal, Cristo; en aquellos que os precedieron, apóstoles y discípulos, obispos mártires y pontífices santos!» (Plática 7). La identificación y configuración con Jesucristo, y la práctica de la oración y de las virtudes cristianas, como los grandes santos, están en la base de la santidad.

Refiriéndose a la predicación como responsabilidad propia de los sacerdotes, en la que él gastó la mayor parte de su vida, junto con la oración y el estudio, decía el Santo Maestro: «Gran dignidad es tener el oficio en que se ejercitó el mismo Dios, ser vicario de tal Predicador, al cual es razón de imitar en la vida como en la palabra» (Carta 4).

«La alteza del oficio sacerdotal pide alteza de santidad», afirmaba repetidamente, porque: «¿cómo puede un sacerdote ofender a Dios teniendo a Dios en sus manos?» (Sermón 64). O «¡cuán grande ha de ser nuestra santidad y pureza para tratar a Jesucristo, que quiere ser tratado de brazos y corazones limpios, y por eso se puso en los brazos de la Virgen!» (Ib. 4).

San Juan de Ávila es, pues, un reconocido maestro de espiritualidad sacerdotal como lo prueban sus Sermones y Pláticas y el aludido Tratado sobre el Sacerdocio. Su enseñanza, referida a Cristo, Buen Pastor, contiene todos los elementos fundamentales del sacerdocio cristiano, con formulaciones basadas en la Sagrada Escritura, en los Padres de la Iglesia, en el magisterio, en los santos y en los más cualificados teólogos, percibiéndose en él sobre todo contenidos evangélicos y paulinos y una clara raíz agustiniana y tomista.

Centró también su atención en la mejor formación de los niños y los jóvenes, en especial de los aspirantes al sacerdocio. Para ellos, y para la formación continuada de los clérigos, fundó una quincena de colegios menores y mayores, y una prestigiosa universidad, la de Baeza (Jaén), que fue notable referente académico durante siglos.

El arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero, quiso llevar al Maestro Ávila como asesor teólogo a la segunda sesión del Concilio de Trento. Entrado en años, y enfermo, su salud no se lo permitió, pero escribió para la ocasión dos famosos Memoriales, el Memorial I, Reformación del estado eclesiástico (1551) y el Memorial II, Causas y remedios de las herejías (1561). En ellos expresó con toda nitidez y claridad que la santidad del clero es imprescindible para reformar a la Iglesia. Sin ella, la verdadera reforma se haría imposible. Según la doctrina paulina de la ley y de la gracia, intentaba más bien hacer resurgir una vida pujante de la misma entraña sobrenatural de la Iglesia y para ello era menester crear una legión de hombres de espíritu. «Ya consta —son sus palabras— que lo que este santo concilio pretende es el bien y la reformación de la Iglesia. Y para este fin, también consta que el remedio es la reformación de los ministros de ella» (Mem. I, 9).

Sus propuestas, referidas sobre todo a la creación de seminarios para la formación de quienes se preparaban para el sacerdocio, alcanzaron a toda la Iglesia, como puede percibirse en el decreto tridentino De Seminariis clericorum (1563) y en otros documentos sobre reforma y sobre los sacramentos.

Punto importante de la espiritualidad del Maestro Ávila es su señalado marianismo, que relaciona con el sacerdocio. La dimensión mariana es una consecuencia de la dimensión cristológica, eucarística y eclesial. María está asociada a Cristo, como lo es el sacerdote. La acción sacerdotal es semejante a la de María por «el ser sacramental que el sacerdote da a Dios humanado», y no sólo una vez, sino frecuentemente (Trat. Sacerdocio, n. 2). «Mirémonos, padres, —escribe— de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hechos semejables a la Santísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre... Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración» (Plática 1ª, 111). Son muy conocidos sus sermones en las principales fiestas marianas, así los de la Anunciación, la Visitación o la Asunción de María a los cielos.

Juan de Ávila murió pobre, como había vivido siempre. «Los que no se conocen por pobres, despídanse de las nuevas que trae Jesucristo pobre» (Sermón 3).

Su gran servicio a la Iglesia no terminó con su muerte. Sus principales escritos pronto disfrutaron de distintas ediciones y alcanzaron notable difusión. Sus sermones fueron considerados de gran estima y circularon en copias manuscritas, y desde que en 1596 se comenzaron a publicar, son muy numerosas sus ediciones y traducciones. Lo mismo su rico epistolario, que bien pronto contó con traducciones a distintos idiomas.

La influencia del Maestro Ávila ha sido, pues, permanente a través de sus escritos, que se han editado numerosas veces a lo largo de los siglos y se siguen editando y leyendo, con ritmo creciente, en la actualidad. Asociaciones clericales y laicales, los sacerdotes y el mismo pueblo de Dios continúan asimilando y difundiendo su doctrina. Sus enseñanzas tienen una verdadera y profunda presencia eclesial, suficientemente universal, y sigue fecundando discreta pero eficazmente la vida de la Iglesia.

Juan de Ávila ha influido también de modo directo en muchos santos, maestros de espiritualidad y fundadores que se han inspirado en él o han bebido de su doctrina, desde sus contemporáneos hasta nuestro tiempo, y no sólo españoles, sino europeos y latinoamericanos principalmente. Pero no menor ha sido el influjo indirecto que ha ejercido y sigue ejerciendo a través de la doctrina y la espiritualidad difundida por esos fundadores, que ha llegado hasta América, Asia e incluso el corazón de África.

Antonio María Rouco Varela, Cardenal arzobispo de Madrid, y Presidente de la Conferencia Episcopal Española.

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