Fuente: ¿Quién es el rico que se salva? (42) San Clemente de Alejandría
Oigamos una historia que no es una fábula, sino un
testimonio real acerca de San Juan, transmitido de generación en generación.
Después de la muerte del tirano Domiciano, Juan regresó a Éfeso desde la isla
de Patmos. Siempre que solicitaban su presencia, acudía a las ciudades vecinas
de los gentiles para nombrar obispos, organizar la Iglesia, o elegir como
clérigo a uno de los designados por el Espíritu Santo.
En cierta ocasión, se trasladó a una de aquellas ciudades
próximas —algunos incluso mencionan el nombre de Esmirna— donde, después de
haber confortado a los hermanos, mientras observaba a quien había nombrado
obispo, distinguió a un joven que destacaba por su buen aspecto y fuerte
temperamento. Señalándole, dijo al obispo: Te lo confío con especial solicitud
ante la Iglesia y Cristo, como testigos. El obispo lo acogió e hizo la promesa,
con las mismas palabras y los mismos testigos.
Juan partió hacia Éfeso y el obispo acogió en su casa al
joven que le había sido confiado; lo alimentó, lo educó y tuvo cuidado de él
hasta que, por fin, fue bautizado. Sin embargo, después del Bautismo, el obispo
disminuyó su celo y vigilancia con el joven, porque ya estaba marcado por el
sello del Señor y para él aquello representaba una sólida garantía.
Dejado precipitadamente a merced de su libertad, el joven
fue corrompido por algunos muchachos ociosos y de vida disoluta, habituados al
mal. Primeramente lo condujeron a banquetes suntuosos y, después, mientras
salían de noche a robar, consideraron que sería capaz de llevar a cabo con
ellos empresas mayores. Se habituó a ese género de vida y, por la vehemencia de
su carácter, abandonó el recto camino como un caballo que rompe el freno,
adentrándose cada vez más en el abismo. Al fin, renunció a la salvación divina
y no se preocupó más de las cosas pequeñas; al contrario, cometiendo un pecado
muy grave, se vio perdido para siempre y siguió la misma suerte de todos sus
compañeros. Los reunió y formó una banda de ladrones y asesinos. Él era su
jefe: el más violento, el más peligroso, el más cruel.
Pasó el tiempo y un asunto exigió de nuevo la presencia de
Juan en aquella ciudad. El Apóstol, después de haber puesto en orden aquello
que motivó su venida, dijo al obispo: Restituye ahora el bien que Cristo y yo
te habíamos confiado en depósito ante la Iglesia, que tú presides y que es
testigo. El obispo, en un primer momento, quedó confuso: pensaba que se le
acusaba injustamente de la sustracción de un dinero que jamás había recibido, y
del que no podría dar fe a Juan porque no lo tenía, ni tampoco poner en duda su
palabra. Sin embargo, en cuanto el Apóstol añadió: Te pido que me devuelvas
aquel joven, el alma de aquel hermano; el anciano, con una gran exclamación,
respondió entre lágrimas: ¡Ha muerto! ¿Cómo?, preguntó Juan; ¿y de qué muerte?
¡Ha muerto a Dios!, contestó el obispo, pues se ha convertido en un hombre
malvado y corrupto: un ladrón, por decirlo brevemente. Y ahora, en vez de
acudir a la iglesia, vive en las montañas con una banda de hombres semejantes a
él.
El Apóstol se rasgó entonces las vestiduras y, golpeándose
la cabeza, dijo entre sollozos: ¡Buen custodio del alma de su hermano, he
dejado! ¡Enviadme enseguida un caballo y que alguien haga de guía!
Y al instante partió de la Iglesia rápidamente al galope.
Nada más llegar, fue capturado por la guardia de los bandidos, pero no intentó
huir, ni suplicar, tan sólo les gritó: ¡He venido para esto; llevadme a vuestro
jefe! El, mientras tanto, le esperaba armado, pero al reconocerle, quedó
avergonzado y huyó. El Apóstol siguió tras de él con todas sus fuerzas sin
tener en cuenta su edad, y le gritó: ¿Por qué huyes, hijo? ¿Por qué escapas a
tu padre, viejo y desarmado? Ten piedad de mí, hijito, no tengas miedo. Tienes
todavía una esperanza de vida. Yo daré cuentas al Señor por ti. Si es
necesario, aceptaré la muerte, como el Señor lo hizo por nosotros; daré mi vida
por la tuya. ¡Deténte; ten confianza: Cristo me ha enviado!
Al escuchar estas palabras, se detuvo. Bajó los ojos, tiró
las armas y comenzó a llorar amargamente, temblando. Después, abrazó al anciano
que estaba a su lado, mientras, entre sollozos, le pedía perdón: así, fue
bautizado por segunda vez con lágrimas. Sin embargo, ocultaba su mano derecha.
San Juan se constituyó en garante, confirmando con juramento que había obtenido
el perdón por parte del Salvador y, rezando, se arrodilló y le besó la mano
derecha, ya purificada por el arrepentimiento.
A continuación, le condujo de nuevo a la Iglesia, e
intercediendo con abundantes oraciones y luchando juntos con ayunos continuos,
cautivó la mente del joven con los innumerables encantos de sus palabras. Según
los testimonios, no se retiró hasta haberlo introducido de nuevo en el seno de
la Iglesia, dando así un gran ejemplo de penitencia, una prueba enorme de
cambio de vida, un trofeo de conversión manifiesta.
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