Es la especial efusión del Espíritu Santo, tal como
sucedió en Pentecostés.
Esta efusión imprime en el alma un carácter indeleble y
otorga un crecimiento de la gracia bautismal; arraiga más profundamente la
filiación divina; une más fuertemente con Cristo y con su Iglesia; fortalece en
el alma los dones del Espíritu Santo; concede una fuerza especial para dar
testimonio de la fe cristiana.
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