Eremitas.
Todo Aragón, con Zaragoza, está dominado por los
sarracenos que hace más de medio siglo llegaron a España. Los cristianos
sobreviven como pueden su fe en una situación nueva que aún no está del todo
clarificada. Ahora resulta que los cristianos de siempre, los discípulos de
Jesucristo de toda la vida, tienen que pagar tributos especiales al moro si
quieren seguir haciendo las prácticas cristianas. Así, disgustados y humillados
como muchos otros, viven los hermanos Voto y Félix que son gente perteneciente
a la nobleza, piadosos y buenos con los pobres.
Voto es amante de la caza. Ha herido a un ciervo en el
monte, y recorre el terreno revolviendo arbustos y mirando en la maleza para
atraparlo. Alertado por los ladridos, ve a los perros acosando al animal que va
huyendo; espolea a su caballo y se una a la persecución. El ciervo se despeña
por un precipicio y, cuando Voto quiere darse cuenta, se le ha desbocado el
caballo. Se encomienda a san Juan Bautista en su apuro y el caballo se
inmoviliza, sin saber cómo, al mismo borde de la sima. (Aún hoy los vecinos
devotos del lugar se atreven a mostrar en la peña las huellas que dejaron allí
los hierros del animal).
Entre asustado y agradecido, inspecciona Voto el lugar,
encontrando entre las matas y arbustos una ermita dedicada a san Juan Bautista
que en su interior tiene un hombre muerto y una escritura donde se lee: «Yo,
Juan, eremita en este sitio, habiendo despreciado al mundo, fundé como pude
esta ermita en honor de san Juan Bautista, y aquí descanso en paz. Amén.». En
una situación como la suya está aturdido y no sabe qué hacer ¡son tantas las
cosas sucedidas en tan poco tiempo!... decide dar sepultura al muerto y,
terminada la obra de piedad, regresa a su casa con el alma encogida y ansiando
poner al corriente de los acontecimientos a su hermano Félix.
De la conversación deducen que el muerto bien pudiera ser
Juan, el de Atarés, de quien nadie daba razón desde hacía años, después que
desapareció; si acertaran en su conjetura, todo se explica por el retiro a una
vida solitaria y santa. Ahora todo se les junta en la cabeza: la presencia de
los moros y las dificultades para ser hombres íntegros de fe; lamentan el
tiempo desperdiciado en cazas y naderías, conversan sobre el sentido de la
vida; no se les va de la cabeza el milagroso parón del caballo a punto de
despeñarse y el descubrimiento del solitario, muerto y ya enterrado, de la
ermita... «¿No estará en todo esto hablándonos Dios?».
Deciden repartir sus bienes entre los pobres y se marchan
al monte Panno; construyen dos ermitas junto a la que ya había y comienzan un
retiro en paz. Allí contemplan con piedad la Pasión de Cristo, meditan
animosamente las verdades eternas; es parco su alimento de raíces, hierbas y
frutos que da el campo, en alguna trampa caen animales y, de tarde en tarde,
sorbetean algunos huevos de nidadas salvajes; uno y otro se sienten movidos,
además, a añadir mortificación por los pecados propios y ajenos. No les faltan
momentos de tentaciones, se sienten a veces con ganas de volver a la
civilización; uno alienta al otro cuando manifiesta debilidad o cansancio y
juntos se apoyan con la oración.
Descubierta su presencia por otros que van ocupando el
monte huyendo de la esclavitud que supone convivir con los discípulos del
Profeta, van agregándose gentes que construyen otras cabañas donde vivir en la
proximidad y abrigo de los eremitas. Recordando las gestas de don Pelayo en
Asturias se aprestan a organizar una posible defensa en caso de necesidad;
eligen como capitán a don García Jiménez que es militar y tiene experiencia en
la lucha contra los mahometanos; en todo este nuevo modo de vivir, Voto y Félix
ayudan con su aprobación sin abandonar su principal cometido orante. Voto muere
primero, el día 29 de mayo, algo después se despidió Félix de este mundo y su
fiesta se celebra el mismo día por la unión mantenida en el sitio, tiempo y
modo de santidad.
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