Un breve diálogo con Jesús que puedes llevar a tu oración
para profundizar en el sentido del Jueves Santo
I. Jesús, son tus últimas horas. ¡Cómo quieres a esos
discípulos, a los que vas a dejar esta noche! ¡Cuánto van a sufrir! ¡Cuánto va
a sufrir María, tu madre, que ha querido acompañarte a Jerusalén sabiendo que
ha llegado tu hora! ¿Qué más puedes hacer? Te queda una última cena para decir
lo más importante, lo que les debe quedar como testamento para que lo puedan
predicar después al mundo entero.
Sabiendo Jesús que todo lo había puesto el Padre en sus
manos y que había salido de Dios y a Dios volvía…, empezó a lavarles los pies a
los discípulos. Eres Dios, y esa conciencia de tu divinidad te impulsa a
servir. Y quieres hacer algo gráfico, que entre por los ojos, inequívoco. Al
lavar los pies a los apóstoles les estás grabando a fuego la clave de tu paso por
la tierra: ser de Dios es ser servidor de los demás. No bastaba saberlo, hace
falta ponerlo en práctica cada día. Por eso, al acabar, les dices: si
comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados (1). Ayúdame a poner por
obra esta enseñanza en mil pequeños detalles cada día: en casa, en el trabajo,
buscando el modo de ayudar los que más lo necesiten.
II. Todos los modos de decir resultan pobres, si pretenden
explicar aunque sea de lejos, el misterio del Jueves Santo. Pero no es difícil
imaginar en parte los sentimientos del Corazón de Jesucristo en aquella tarde,
la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario.
Considerar la experiencia, tan humana, de la despedida de
dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber -el
que sea- les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no
pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un
símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con
una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No
logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su
querer.
Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo,
perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo sino una realidad: Se queda
Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un
simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a
desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta
y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento.
Bajo las especies del pan y del vino está Él r, realmente presente: con su
Cupero, su Sangre, Su Alma y su Divinidad. (…)
La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender
que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor
Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su
misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y
-en lo que nos es posible entender- porque, movido por su Amor, quien no
necesita de nada, no quiere prescindir de nosotros. (2)
1. Jn 13, 17
2. B. Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa,
83-84
(Pablo Cardona, Una Cita Con Dios, Cuaresma Tomo II)
Agradecimientos al portal: encuentra.com
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