Día litúrgico: Miércoles XXVI del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 9,57-62): En aquel tiempo,
mientras iban caminando, uno le dijo: «Te seguiré adondequiera que vayas».
Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el
Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro dijo: «Sígueme». El
respondió: «Déjame ir primero a enterrar a mi padre». Le respondió: «Deja que
los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios».
También otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los
de mi casa». Le dijo Jesús: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia
atrás es apto para el Reino de Dios».
Comentario: Fray Lluc TORCAL Monje del
Monasterio de Sta. Mª de Poblet (Santa Maria de Poblet, Tarragona, España).
«Sígueme»
Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar, con mucha
claridad y no menor insistencia, sobre un punto central de nuestra fe: el
seguimiento radical de Jesús. «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57).
¡Con qué simplicidad de expresión se puede proponer algo capaz de cambiar
totalmente la vida de una persona!: «Sígueme» (Lc 9,59). Palabras del Señor que
no admiten excusas, retrasos, condiciones, ni traiciones...
La vida cristiana es este seguimiento radical de Jesús.
Radical, no sólo porque toda su duración quiere estar bajo la guía del
Evangelio (porque comprende, pues, todo el tiempo de nuestra vida), sino -sobre
todo- porque todos sus aspectos -desde los más extraordinarios hasta los más
ordinarios- quieren ser y han de ser manifestación del Espíritu de Jesucristo
que nos anima. En efecto, desde el Bautismo, la nuestra ya no es la vida de una
persona cualquiera: ¡llevamos la vida de Cristo inserta en nosotros! Por el
Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, ya no somos nosotros quienes
vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Así es la vida cristiana,
porque es vida llena de Cristo, porque rezuma Cristo desde sus más profundas
raíces: es ésta la vida que estamos llamados a vivir.
El Señor, cuando vino al mundo, aunque «todo el género humano
tenía su lugar, Él no lo tuvo: no encontró lugar entre los hombres (...), sino
en un pesebre, entre el ganado y los animales, y entre las personas más simples
e inocentes. Por esto dice: ‘Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo
nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza’» (San
Jerónimo). El Señor encontrará lugar entre nosotros si, como Juan el Bautista,
dejamos que Él crezca y nosotros menguamos, es decir, si dejamos crecer a Aquel
que ya vive en nosotros siendo dúctiles y dóciles a su Espíritu, la fuente de
toda humildad e inocencia.
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