Día litúrgico: Domingo XXII (B) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mc 7,1-8.14-15.21-23): En aquel
tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos, así como algunos escribas
venidos de Jerusalén, y vieron que algunos de sus discípulos comían con manos
impuras, es decir no lavadas. Es que los fariseos y todos los judíos no comen
sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los
antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas
cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y
bandejas. Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: «¿Por qué tus
discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen
con manos impuras?». Él les dijo: «Bien profetizó Isaías de vosotros,
hipócritas, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que
son preceptos de hombres’. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la
tradición de los hombres».
Llamó otra vez a la gente y les dijo: «Oídme todos y
entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle;
sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de
dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones,
robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje,
envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de
dentro y contaminan al hombre».
Comentario: Rev. D. Josep Lluís SOCÍAS i Bruguera (Badalona, Barcelona, España).
«Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición
de los hombres»
Hoy, la Palabra del Señor nos ayuda a discernir que por
encima de las costumbres humanas están los Mandamientos de Dios. De hecho, con
el paso del tiempo, es fácil que distorsionemos los consejos evangélicos y,
dándonos o no cuenta, substituimos los Mandamientos o bien los ahogamos con una
exagerada meticulosidad: «Al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y
hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de
copas, jarros y bandejas...» (Mc 7,4). Es por esto que la gente sencilla, con
un sentido común popular, no hicieron caso a los doctores de la Ley ni a los
fariseos, que sobreponían especulaciones humanas a la Palabra de Dios. Jesús
aplica la denuncia profética de Isaías contra los religiosamente hipócritas:
«Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo
me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6).
Hace ya unos años, San Juan Pablo II, al pedir perdón en
nombre de la Iglesia por todas las cosas negativas que sus hijos habían hecho a
lo largo de la historia, lo ha manifestado en el sentido de que «nos habíamos
separado del Evangelio».
«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda
contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre»
(Mc 7,15), nos dice Jesús. Sólo lo que sale del corazón del hombre, desde la
interioridad consciente de la persona humana, nos puede hacer malos. Esta
malicia es la que daña a toda la Humanidad y a uno mismo. La religiosidad no
consiste precisamente en lavarse las manos (¡recordemos a Pilatos que entrega a
Jesucristo a la muerte!), sino mantener puro el corazón.
Dicho de una manera positiva, es lo que santa Teresa del Niño Jesús nos dice en sus Manuscritos biográficos: «Cuando contemplaba el
cuerpo místico de Cristo (...) comprendí que la Iglesia tiene un corazón (...)
encendido de amor». De un corazón que ama surgen las obras bien hechas que
ayudan en concreto a quien lo necesita «Porque tuve hambre, y me disteis de
comer...» (Mt 25,35).
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