Domingo XXIX del tiempo ordinario, Ciclo C
El evangelio [dominical, Lc 18, 1-8] empieza así: «En
aquel tiempo, Jesús les decía una parábola a sus discípulos para inculcarles
que era preciso orar siempre sin desfallecer». La parábola es la de la viuda
inoportuna. A la pregunta: «¿Cuántas veces hay que orar?», Jesús responde:
¡Siempre! La oración, como el amor, no soporta el cálculo de las veces. ¿Hay
que preguntarse tal vez cuántas veces al día una mamá ama a su niño, o un amigo
a su amigo? Se puede amar con grandes diferencias de conciencia, pero no a
intervalos más o menos regulares. Así es también la oración.
Este ideal de oración continua se ha llevado cabo, en
diversas formas, tanto en Oriente como en Occidente. La espiritualidad oriental
la ha practicado con la llamada oración de Jesús: «Señor Jesucristo, ¡ten
piedad de mí!». Occidente ha formulado el principio de una oración continua,
pero de forma más dúctil, tanto como para poderse proponer a todos, no sólo a
aquellos que hacen profesión explícita de vida monástica. San Agustín dice que
la esencia de la oración es el deseo. Si continuo es el deseo de Dios, continua
es también la oración, mientras que si falta el deseo interior, se puede gritar
cuanto se quiera; para Dios estamos mudos. Este deseo secreto de Dios, hecho de
recuerdo, de necesidad de infinito, de nostalgia de Dios, puede permanecer vivo
incluso mientras se está obligado a realizar otras cosas: «Orar largamente no
equivale a estar mucho tiempo de rodillas o con las manos juntas o diciendo
muchas palabras. Consiste más bien en suscitar un continuo y devoto impulso del
corazón hacia Aquél a quien invocamos».
Jesús nos ha dado Él mismo el ejemplo de la oración
incesante. De Él se dice en los evangelios que oraba de día, al caer de la
tarde, por la mañana temprano y que pasaba a veces toda la noche en oración. La
oración era el tejido conectivo de toda su vida.
Pero el ejemplo de Cristo nos dice también otra cosa
importante. Es ilusorio pensar que se puede orar siempre, hacer de la oración una
especie de respiración constante del alma incluso en medio de las actividades
cotidianas, si no reservamos también tiempos fijos en los que se espera a la
oración, libres de cualquier otra preocupación. Aquel Jesús a quien vemos orar
siempre es el mismo que, como todo judío de su tiempo, tres veces al día –al
salir el sol, en la tarde durante los sacrificios del templo y en la puesta de
sol- se detenía, se orientaba hacia el templo de Jerusalén y recitaba las
oraciones rituales, entre ellas el Shemá Israel, Escucha Israel. El Sábado
participa también Él, con los discípulos, en el culto de la sinagoga y varios
episodios evangélicos suceden precisamente en este contexto.
La Iglesia igualmente ha fijado, se puede decir que desde
el primer momento de vida, un día especial para dedicar al culto y a la
oración, el domingo. Todos sabemos en qué se ha convertido, lamentablemente, el
domingo en nuestra sociedad; el deporte, en particular el fútbol, de ser un
factor de entretenimiento y distensión, se ha transformado en algo que con
frecuencia envenena el domingo... Debemos hacer lo posible para que este día
vuelva a ser, como estaba en la intención de Dios al mandar el descanso
festivo, una jornada de serena alegría que consolida nuestra comunión con Dios
y entre nosotros, en la familia y en la sociedad.
Es un estímulo para nosotros, cristianos modernos,
recordar las palabras que los mártires Saturnino y sus compañeros dirigieron,
en el año 305, al juez romano que les había mandado arrestar por haber
participado en la reunión dominical: «El cristiano no puede vivir sin la
Eucaristía dominical. ¿No sabes que el cristiano existe para la Eucaristía y la
Eucaristía para el cristiano?».
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
No hay comentarios:
Publicar un comentario