Día litúrgico: Jueves XXVI del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 10,1-12): En aquel tiempo, el
Señor designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de sí, a
todas las ciudades y sitios a donde él había de ir. Y les dijo: «La mies es
mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros
a su mies. Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis
bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino.
»En la casa en que entréis, decid primero: ‘Paz a esta
casa’. Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no,
se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que
tengan, porque el obrero merece su salario. No vayáis de casa en casa. En la
ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los enfermos
que haya en ella, y decidles: ‘El Reino de Dios está cerca de vosotros’.
»En la ciudad en que entréis y no os reciban, salid a sus
plazas y decid: ‘Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos ha pegado a los
pies, os lo sacudimos. Pero sabed, con todo, que el Reino de Dios está cerca’.
Os digo que en aquel día habrá menos rigor para Sodoma que para aquella
ciudad».
Comentario: Rev. D. Ignasi NAVARRI i Benet
(La Seu d'Urgell, Lleida, España).
Rogad (...) al dueño de la mies que envíe obreros a su
mies
Hoy Jesús nos habla de la misión apostólica. Aunque «designó
a otros setenta y dos, y los envió» (Lc 10,1), la proclamación del Evangelio es
una tarea «que no podrá ser delegada a unos pocos “especialistas”» (Juan Pablo
II): todos estamos llamados a esta tarea y todos nos hemos de sentir
responsables de ella. Cada uno desde su lugar y condición. El día del Bautismo
se nos dijo: «Eres Sacerdote, Profeta y Rey para la vida eterna». Hoy, más que
nunca, nuestro mundo necesita del testimonio de los seguidores de Cristo.
«La mies es mucha, y los obreros pocos» (Lc 10,2): es
interesante este sentido positivo de la misión, pues el texto no dice «hay
mucho que sembrar y pocos obreros». Quizá hoy debiéramos hablar en estos
términos, dado el gran desconocimiento de Jesucristo y de su Iglesia en nuestra
sociedad. Una mirada esperanzada de la misión engendra optimismo e ilusión. No
nos dejemos abatir por el pesimismo y por la desesperanza.
De entrada, la misión que nos espera es, a la vez,
apasionante y difícil. El anuncio de la Verdad y de la Vida, nuestra misión, no
puede ni ha de pretender forzar la adhesión, sino suscitar una libre adhesión. "Las ideas no se imponen, sino que se proponen", nos recordó el Papa Juan Pablo II en Cuatro Vientos (Madrid, 2003).
«No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias...» (Lc 10,4):
la única fuerza del misionero ha de ser Cristo. Y, para que Él llene toda su
vida, es necesario que el evangelizador se vacíe totalmente de aquello que no
es Cristo. La pobreza evangélica es el gran requisito y, a la vez, el
testimonio más creíble que el apóstol puede dar, aparte de que sólo este
desprendimiento nos puede hacer libres.
El misionero anuncia la paz. Es portador de paz porque
lleva a Cristo, el “Príncipe de la Paz”. Por esto, «en la casa en que entréis,
decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz
reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros» (Lc 10,5-6). Nuestro mundo,
nuestras familias, nuestro yo personal, tienen necesidad de Paz. Nuestra misión
es urgente y apasionante.
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