Carta del Santo Padre Juan Pablo II
31 Oct 2000, «motu proprio».
1. De la vida y del martirio de santo Tomás Moro brota un
mensaje que a través de los siglos habla a los hombres de todos los tiempos de
la inalienable dignidad de la conciencia, la cual, como recuerda el Concilio
Vaticano II, «es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está
solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» (Gaudium et spes,
16). Cuando el hombre y la mujer escuchan la llamada de la verdad, entonces la
conciencia orienta con seguridad sus actos hacia el bien. Precisamente por el
testimonio, ofrecido hasta el derramamiento de su sangre, de la primacía de la
verdad sobre el poder, santo Tomás Moro es venerado como ejemplo imperecedero
de coherencia moral. Y también fuera de la Iglesia, especialmente entre los que
están llamados a dirigir los destinos de los pueblos, su figura es reconocida
como fuente de inspiración para una política que tenga como fin supremo el
servicio a la persona humana.
Recientemente, algunos Jefes de Estado y de Gobierno,
numerosos exponentes políticos, algunas Conferencias Episcopales y Obispos de
forma individual, me han dirigido peticiones en favor de la proclamación de
santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos. Entre los
firmantes de esta petición hay personalidades de diversa orientación política,
cultural y religiosa, como expresión de vivo y difundido interés hacia el
pensamiento y la conducta de este insigne hombre de gobierno.
2. Tomás Moro vivió una extraordinaria carrera política en
su país. Nacido en Londres en 1478 en el seno de una respetable familia, entró
desde joven al servicio del arzobispo de Canterbury Juan Morton, canciller del
Reino. Prosiguió después los estudios de leyes en Oxford y Londres,
interesándose también por amplios sectores de la cultura, de la teología y de
la literatura clásica. Aprendió bien el griego y mantuvo relaciones de
intercambio y amistad con importantes protagonistas de la cultura renacentista,
entre ellos Erasmo Desiderio de Rotterdam.
Su sensibilidad religiosa lo llevó a buscar la virtud a
través de una asidua práctica ascética: cultivó la amistad con los frailes
menores observantes del convento de Greenwich y durante un tiempo se alojó en
la cartuja de Londres, dos de los principales centros de fervor religioso del
Reino. Sintiéndose llamado al matrimonio, a la vida familiar y al compromiso
laical, se casó en 1505 con Juana Colt, de la cual tuvo cuatro hijos. Juana
murió en 1511 y Tomás se casó en segundas nupcias con Alicia Middleton, viuda
con una hija. Fue durante toda su vida un marido y un padre cariñoso y fiel,
profundamente comprometido en la educación religiosa, moral e intelectual de
sus hijos. Su casa acogía yernos, nueras y nietos y estaba abierta a muchos
jóvenes amigos en busca de la verdad o de la propia vocación. La vida de
familia permitía, además, largo tiempo para la oración común y la «lectio
divina», así como para sanas formas de recreo hogareño. Tomás asistía
diariamente a misa en la iglesia parroquial, y las austeras penitencias que se
imponía eran conocidas solamente por sus parientes más íntimos.
3. En 1504, bajo el rey Enrique VII, fue elegido por
primera vez para el Parlamento. Enrique VIII le renovó el mandato en 1510 y lo
nombró también representante de la Corona en la capital, abriéndole así una brillante
carrera en la administración pública. En la década sucesiva, el rey lo envió en
varias ocasiones para misiones diplomáticas y comerciales en Flandes y en el
territorio de la actual Francia. Nombrado miembro del Consejo de la Corona,
juez presidente de un tribunal importante, vicetesorero y caballero, en 1523
llegó a ser portavoz, es decir, presidente de la Cámara de los Comunes.
Estimado por todos por su indefectible integridad moral,
la agudeza de su ingenio, su carácter alegre y simpático y su erudición
extraordinaria, en 1529, en un momento de crisis política y económica del país,
el rey le nombró canciller del Reino. Como primer laico en ocupar este cargo,
Tomás afrontó un período extremadamente difícil, esforzándose en servir al rey
y al país. Fiel a sus principios se empeñó en promover la justicia e impedir el
influjo nocivo de quien buscaba los propios intereses en detrimento de los
débiles. En 1532, no queriendo dar su apoyo al proyecto de Enrique VIII que
quería asumir el control sobre la Iglesia en Inglaterra, presentó su dimisión.
Se retiró de la vida pública aceptando sufrir con su familia la pobreza y el
abandono de muchos que, en la prueba, se mostraron falsos amigos.
Constatada su gran firmeza en rechazar cualquier
compromiso contra su propia conciencia, el Rey, en 1534, lo hizo encarcelar en
la Torre de Londres dónde fue sometido a diversas formas de presión
psicológica. Tomás Moro no se dejó vencer y rechazó prestar el juramento que se
le pedía, porque ello hubiera supuesto la aceptación de una situación política
y eclesiástica que preparaba el terreno a un despotismo sin control. Durante el
proceso al que fue sometido, pronunció una apasionada apología de las propias
convicciones sobre la indisolubilidad del matrimonio, el respeto del patrimonio
jurídico inspirado en los valores cristianos y la libertad de la Iglesia ante
el Estado. Condenado por el tribunal, fue decapitado.
Con el paso de los siglos se atenuó la discriminación
respecto a la Iglesia. En 1850 fue restablecida en Inglaterra la jerarquía
católica. Así fue posible iniciar las causas de canonización de numerosos
mártires. Tomás Moro, junto con otros 53 mártires, entre ellos el obispo Juan
Fisher, fue beatificado por el Papa León XIII en 1886. Junto con el mismo
obispo, fue canonizado después por Pío XI en 1935, con ocasión del IV
centenario de su martirio.
4. Son muchas las razones a favor de la proclamación de
santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos. Entre
éstas, la necesidad que siente el mundo político y administrativo de modelos
creíbles, que muestren el camino de la verdad en un momento histórico en el que
se multiplican arduos desafíos y graves responsabilidades. En efecto, fenómenos
económicos muy innovadores están hoy modificando las estructuras sociales. Por
otra parte, las conquistas científicas en el sector de las biotecnologías
agudizan la exigencia de defender la vida humana en todas sus expresiones,
mientras las promesas de una nueva sociedad, propuestas con buenos resultados a
una opinión pública desorientada, exigen con urgencia opciones políticas claras
en favor de la familia, de los jóvenes, de los ancianos y de los marginados.
En este contexto es útil volver al ejemplo de santo Tomás
Moro que se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades y a las
instituciones legítimas, precisamente porque en las mismas quería servir no al
poder, sino al supremo ideal de la justicia. Su vida nos enseña que el gobierno
es, antes que nada, ejercicio de virtudes. Convencido de este riguroso
imperativo moral, el estadista inglés puso su actividad pública al servicio de
la persona, especialmente si era débil o pobre; gestionó las controversias
sociales con exquisito sentido de equidad; tuteló la familia y la defendió con
gran empeño; promovió la educación integral de la juventud. El profundo
desprendimiento de honores y riquezas, la humildad serena y jovial, el
equilibrado conocimiento de la naturaleza humana y de la vanidad del éxito, así
como la seguridad de juicio basada en la fe, le dieron aquella confiada
fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte. Su
santidad, que brilló en el martirio, se forjó a través de toda una vida entera
de trabajo y de entrega a Dios y al prójimo.
Refiriéndome a semejantes ejemplos de armonía entre la fe
y las obras, en la Exhortación apostólica postsinodal «Christifideles laici»
escribí que «la unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia.
Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional ordinaria. Por
tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben
considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios
y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás
hombres» (n. 17).
Esta armonía entre lo natural y lo sobrenatural es tal vez
el elemento que mejor define la personalidad del gran estadista inglés. Él
vivió su intensa vida pública con sencilla humildad, caracterizada por el
célebre «buen humor», incluso ante la muerte.
Éste es el horizonte a donde le llevó su pasión por la
verdad. El hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral. Ésta
es la luz que iluminó su conciencia. Como ya tuve ocasión de decir, «el hombre
es criatura de Dios, y por esto los derechos humanos tienen su origen en Él, se
basan en el designio de la creación y se enmarcan en el plan de la Redención.
Podría decirse, con expresión atrevida, que los derechos del hombre son también
derechos de Dios» (Discurso 7.4.1998, 3).
Y fue precisamente en la defensa de los derechos de la
conciencia donde el ejemplo de Tomás Moro brilló con intensa luz. Se puede
decir que él vivió de modo singular el valor de una conciencia moral que es
«testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre
hasta las raíces de su alma» (Enc. «Veritatis splendor», 58). Aunque, por lo
que se refiere a su acción contra los herejes, sufrió los límites de la cultura
de su tiempo.
El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución
«Gaudium et spes», señala cómo en el mundo contemporáneo está creciendo «la
conciencia de la excelsa dignidad que corresponde a la persona humana, ya que
está por encima de todas las cosas, y sus derechos y deberes son universales e
inviolables» (n.26). La historia de santo Tomás Moro ilustra con claridad una
verdad fundamental de la ética política. En efecto, la defensa de la libertad
de la Iglesia frente a indebidas injerencias del Estado es, al mismo tiempo,
defensa, en nombre de la primacía de la conciencia, de la libertad de la
persona frente al poder político. En esto reside el principio fundamental de
todo orden civil de acuerdo con la naturaleza del hombre.
5. Confío, por tanto, que la elevación de la eximia figura
de santo Tomás Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos ayude al
bien de la sociedad. Ésta es, además, una iniciativa en plena sintonía con el
espíritu del Gran Jubileo que nos introduce en el tercer milenio cristiano.
Por tanto, después de una madura consideración, acogiendo
complacido las peticiones recibidas, constituyo y declaro patrono de los
gobernantes y de los políticos a santo Tomás Moro, concediendo que le vengan
otorgados todos los honores y privilegios litúrgicos que corresponden, según el
derecho, a los patronos de categorías de personas.
Sea bendito y glorificado Jesucristo, Redentor del hombre,
ayer, hoy y siempre.
Roma, junto a San Pedro, el día 31 de octubre de 2000,
vigésimo tercero de mi Pontificado
IOANNES PAULUS PP. II
N.B.: El texto original de la carta está escrito en latín.
La traducción que aquí presentamos ha sido distribuida por la Sala de Prensa de
la Santa Sede.
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