Día litúrgico: Viernes IV de Cuaresma
Texto del Evangelio (Jn 7,1-2.10.14.25-30): En aquel
tiempo, Jesús estaba en Galilea, y no podía andar por Judea, porque los judíos
buscaban matarle. Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas. Después que sus
hermanos subieron a la fiesta, entonces Él también subió no manifiestamente,
sino de incógnito.
Mediada ya la fiesta, subió Jesús al Templo y se puso a
enseñar. Decían algunos de los de Jerusalén: «¿No es a ése a quien quieren
matar? Mirad cómo habla con toda libertad y no le dicen nada. ¿Habrán
reconocido de veras las autoridades que éste es el Cristo? Pero éste sabemos de
dónde es, mientras que, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es».
Gritó, pues, Jesús, enseñando en el Templo y diciendo: «Me conocéis a mí y
sabéis de dónde soy. Pero yo no he venido por mi cuenta; sino que me envió el
que es veraz; pero vosotros no le conocéis. Yo le conozco, porque vengo de Él y
Él es el que me ha enviado». Querían, pues, detenerle, pero nadie le echó mano,
porque todavía no había llegado su hora.
Comentario: + Rev. D. Josep VALL i Mundó
(Barcelona, España).
Nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su
hora
Hoy, el evangelista Juan nos dice que a Jesús «no [le]
había llegado su hora» (Jn 7,30). Se refiere a la hora de la Cruz, al preciso y
precioso tiempo de darse por los pecados de la entera Humanidad. Todavía no ha
llegado la hora, pero ya se encuentra muy cerca. Será el Viernes Santo cuando
el Señor llevará hasta el fin la voluntad del padre Celestial y sentirá —como
escribía el Cardenal Wojtyla— todo «el peso de aquella hora, en la que el
Siervo de Yahvé ha de cumplir la profecía de Isaías, pronunciado su “sí”».
Cristo —en su constante anhelo sacerdotal— habla
muchísimas veces de esta hora definitiva y determinante (Mt 26,45; Mc 14,35; Lc
22,53; Jn 7,30; 12,27; 17,1). Toda la vida del Señor se verá dominada por la
hora suprema y la deseará con todo el corazón: «Con un bautismo he de ser
bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta que se realice!» (Lc 12,50). Y «la
víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de
pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Aquel viernes, nuestro Redentor
entregará su espíritu a las manos del Padre, y desde aquel momento su misión ya
cumplida pasará a ser la misión de la Iglesia y de todos sus miembros, animados
por el Espíritu Santo.
A partir de la hora de Getsemaní, de la muerte en la Cruz
y la Resurrección, la vida empezada por Jesús «guía toda la Historia»
(Catecismo de la Iglesia n. 1165). La vida, el trabajo, la oración, la entrega
de Cristo se hace presente ahora en su Iglesia: es también la hora del Cuerpo
del Señor; su hora deviene nuestra hora, la de acompañarlo en la oración de
Getsemaní, «siempre despiertos —como afirmaba Pascal— apoyándole en su agonía,
hasta el final de los tiempos». Es la hora de actuar como miembros vivos de
Cristo. Por esto, «al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por
todas” permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la Hora de
Jesús sigue presente en la Liturgia de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia n.
2746).
No hay comentarios:
Publicar un comentario