Día litúrgico: Sábado V de Cuaresma
Texto del Evangelio (Jn 11,45-56): En aquel tiempo,
muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había
hecho, creyeron en Él. Pero algunos de ellos fueron donde los fariseos y les
contaron lo que había hecho Jesús. Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos
convocaron consejo y decían: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas
señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en Él y vendrán los romanos
y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación». Pero uno de ellos, Caifás,
que era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: «Vosotros no sabéis nada, ni
caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no
perezca toda la nación». Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como
era Sumo Sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación —y
no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos—. Desde este día, decidieron darle muerte.
Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos,
sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad
llamada Efraim, y allí residía con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua de
los judíos, y muchos del país habían subido a Jerusalén, antes de la Pascua
para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros estando en el
Templo: «¿Qué os parece? ¿Que no vendrá a la fiesta?». Los sumos sacerdotes y
los fariseos habían dado órdenes de que, si alguno sabía dónde estaba, lo
notificara para detenerle.
Comentario: Rev. D. Xavier ROMERO i Galdeano
(Cervera, Lleida, España).
Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación,
sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos
Hoy, de camino hacia Jerusalén, Jesús se sabe perseguido,
vigilado, sentenciado, porque cuanto más grande y novedosa ha sido su
revelación —el anuncio del Reino— más amplia y más clara ha sido la división y
la oposición que ha encontrado en los oyentes (cf. Jn 11,45-46).
Las palabras negativas de Caifás, «os conviene que muera
uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 11,50), Jesús las
asumirá positivamente en la redención obrada por nosotros. Jesús, el Hijo
Unigénito de Dios, ¡en la Cruz muere por amor a todos! Muere para hacer
realidad el plan del Padre, es decir, «reunir en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos» (Jn 11,52).
¡Y ésta es la maravilla y la creatividad de nuestro Dios!
Caifás, con su sentencia («Os conviene que muera uno solo...») no hace más que,
por odio, eliminar a un idealista; en cambio, Dios Padre, enviando a su Hijo
por amor hacia nosotros, hace algo maravilloso: convertir aquella sentencia
malévola en una obra de amor redentora, porque para Dios Padre, ¡cada hombre
vale toda la sangre derramada por Jesucristo!
De aquí a una semana cantaremos —en solemne vigilia— el
Pregón pascual. A través de esta maravillosa oración, la Iglesia hace alabanza
del pecado original. Y no lo hace porque desconozca su gravedad, sino porque
Dios —en su bondad infinita— ha obrado proezas como respuesta al pecado del
hombre. Es decir, ante el “disgusto original”, Él ha respondido con la
Encarnación, con la inmolación personal y con la institución de la Eucaristía.
Por esto, la liturgia cantará el próximo sábado: «¡Qué asombroso beneficio de
tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Oh feliz culpa que
mereció tal Redentor!».
Ojalá que nuestras sentencias, palabras y acciones no sean
impedimentos para la evangelización, ya que de Cristo recibimos el encargo,
también nosotros, de reunir los hijos de Dios dispersos: «Id y enseñad a todas
las gentes» (Mt 28,19).
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