2014-04-18 Radio Vaticana
(RV).- El Papa Francisco preside la celebración de la
Pasión del Señor en la basílica Vaticana, la tarde del Viernes Santo. Las
meditaciones de este año están a cargo del Padre Rainiero Cantalamessa,
predicador de la Casa Pontificia. P. Cantalamessa recordó que Judas fue elegido
para “ser uno de los doce”. “Al insertar su nombre en la lista de los
apóstoles, el 'evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió en
el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto, explica el predicador, Judas no había
nacido traidor y no lo era en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a
serlo! Estamos ante uno de los dramas más sombríos de la libertad humana”.
La confesión, prosiguió el P. Cantalamessa, “nos permite
experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de Pascua en el
Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de
todas las culpas humanas, una vez que nos hemos arrepentido, «felices culpas»,
culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de experiencia de
misericordia y de ternura divinas!”. “Tengo un deseo que hacerme y haceros a
todos”, añade, “Venerables Padres, hermanos y hermanas: que la mañana de Pascua
podamos levantarnos y oír resonar en nuestro corazón las palabras de un gran
converso de nuestro tiempo”. (MZ-RV)
Reflexión completa del Padre Rainiero Cantalamessa,
predicador de la Casa Pontificia
«ESTABA TAMBIÉN CON ELLOS JUDAS, EL TRAIDOR»
Dentro de la historia divino-humana de la pasión de Jesús
hay muchas pequeñas historias de hombres y de mujeres que han entrado en el
radio de su luz o de su sombra. La más trágica de ellas es la de Judas
Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados, con igual relieve, por los
cuatro evangelios y por el resto del Nuevo Testamento. La primitiva comunidad
cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros haríamos mal a no hacer
lo mismo. Tiene mucho que decirnos.
Judas fue elegido desde la primera hora para ser uno de
los doce. Al insertar su nombre en la lista de los apóstoles, el 'evangelista
Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc
6, 16). Por lo tanto, Judas no había nacido traidor y no lo era en el momento de
ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo! Estamos ante uno de los dramas más
sombríos de la libertad humana.
¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba
de moda la tesis del Jesús «revolucionario», se trató de dar a su gesto
motivaciones ideales. Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una
deformación de «sicariote», es decir, perteneciente al grupo de los zelotas
extremistas que actuaban como «sicarios» contra los romanos; otros pensaron que
Judas estaba decepcionado por la manera en que Jesús llevaba adelante su idea
de «reino de Dios» y que quería forzarle para que actuara también en el plano
político contra los paganos. Es el Judas del célebre musical «Jesucristo
Superstar» y de otros espectáculos y novelas recientes. Un Judas que se aproxima
a otro célebre traidor del propio bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio César
para salvar la República!
Son todas construcciones que se deben respetar cuando
revisten alguna dignidad literaria o artística, pero no tienen ningún
fundamento histórico. Los evangelios —las únicas fuentes fiables que tenemos
sobre el personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A
Judas se le confió la bolsa común del grupo; con ocasión de la unción de
Betania había protestado contra el despilfarro del perfume preciosos derramado
por María sobre los pies de Jesús, no porque le importaran de pobres —hace
notar Juan—, sino porque "era un ladrón y, puesto que tenía la caja, cogía
lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta a los jefes de los sacerdotes es
explícita: «¿Cuanto estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos
fijaron treinta siclos de plata» (Mt 26, 15).
Pero ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla
demasiado banal? ¿Acaso no ha sido casi siempre así en la historia y no es todavía
hoy así? Mammona, el dinero, no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por
antonomasia; literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se
entiende el porqué. ¿Quién es, objetivamente, si no subjetivamente (es decir en
los hechos, no en las intenciones), el verdadero enemigo, el competidor de
Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a
Satanás. Quién lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún
beneficio temporal. Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos, el otro
amo, al anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios y a
Mammona» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible», a diferencia del Dios
verdadero que es invisible.
Mammona es el anti-dios porque crea un universo espiritual
alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y
caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra
inversión de todos los valores. «Todo es posible para el que cree», dice la
Escritura (Mc 9,23); pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene
dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle la razón.
«El apego al dinero —dice la Escritura— es la raíz de
todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de cada mal de nuestra sociedad está el
dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria, al
que se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que
había que ofrecer diariamente un cierto número de corazones humanos. ¿Qué hay
detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas humanas, detrás del
fenómeno de la mafia y de la camorra, la corrupción política, la fabricación y
el comercio de armas, e incluso —cosa que resulta horrible decir— a la venta de
órganos humanos extirpados a niños? Y la crisis financiera que el mundo ha
atravesado y este país aún está atravesando, ¿no es debida en buena parte a la
«detestable codicia de dinero», la auri sagrada fames, por parte de algunos
pocos? Judas empezó sustrayendo algún dinero de la caja común. ¿No dice esto
nada a algunos administradores del dinero público?
Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que algunos perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?
Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que algunos perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?
En los años 70 y 80, para explicar, en Italia, los
repentinos cambios políticos, los juegos ocultos de poder, el terrorismo y los
misterios de todo tipo que afligían a la convivencia civil, se fue afirmando la
idea, casi mítica, la existencia de un «gran Anciano»: un personaje
espabiladísmo y poderoso, que por detrás de los bastidores habría movido fila
los hilos de todo, para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe
realmente, no es un mito; ¡se llama Dinero!
Como todos los ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»:
promete la seguridad y, sin embargo, la quita; promete libertad y, en cambio,
la destruye. San Francisco de Asís describe, con una severidad inusual en él,
el final de una persona que vivió sólo para aumentar su «capital». Se aproxima
la muerte; se hace venir al sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el
perdón de todos tus pecados?» , y él responde que sí. Y el sacerdote: «Estás
dispuesto a satisfacer los errores cometidos, devolviendo las cosas que has
estafado a otros?» Y él: «No puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado
todo en manos de mis parientes y amigos». Y así él muere impenitente y apenas
muerto los parientes y amigos dicen entre sí: «¡Maldita alma la suya! Podía
ganar más y dejárnoslo, y no lo ha hecho!"
Cuántas veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar
ese grito dirigido por Jesús al rico de la parábola que había almacenado bienes
sin fin y se sentía al seguro para el resto de la vida: «Insensato, esta misma
noche se te pedirá el alma; y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc
12,20)! Hombres colocados en puestos de responsabilidad que ya no sabían en qué
banco o paraíso fiscal almacenar los ingresos de su corrupción se encontraron
en el banquillo de los imputados, o en la celda de una prisión, precisamente
cuando estaban para decirse a sí mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién
lo han hecho? ¿Valía la pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la
familia, o del partido, si es eso lo que buscaban? ¿O más bien se han arruinado
a sí mismos y alos demás?
La traición de Judas continua en la historia y el
traicionado es siempre él, Jesús. Judas vendió al jefe, sus imitadores venden
su cuerpo, porque los pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo lo
que hagáis con uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho
a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de Judas no continúa sólo en los casos clamorosos
que he mencionado. Pensarlo sería cómodo para nosotros, pero no es así. Ha
permanecido famosa la homilía que tuvo en un Jueves Santo don Primo Mazzolari
sobre «Nuestro hermano Judas». "Dejad —decía a los pocos feligreses que
tenía delante—, que yo piense por un momento al Judas que tengo dentro de mí,
al Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».
Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de
recompensa que no sean los treinta denarios de plata. Traiciona a Cristo quien
traiciona a su esposa o a su marido. Traiciona a Jesús el ministro de Dios
infiel a su estado, o quien, en lugar de apacentar el rebaño que se la confiado
se apacienta a sí mismo. Traiciona a Jesús todo el que traiciona su conciencia.
Puedo traicionarlo yo también, en este momento —y la cosa me hace temblar— si
mientras predico sobre Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que
de participar en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenunante que yo
no tengo. Él no sabía quién era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»;
no sabía que era el hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.
Como cada año, en la inminencia de la Pascua, he querido
escuchar de nuevo la «Pasión según san Mateo», de Bach. Hay un detalle que cada
vez me hace estremecerme. En el anuncio de la traición de Judas, allí todos los
apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin ich’s?» Sin
embargo, antes de escuchar la respuesta de Cristo, anulando toda distancia
entre acontecimiento y su conmemoración, el compositor inserta una coral que
comienza así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer penitencia!», «Ich
bin's, ich sollte büßen». Como todas las corales de esa ópera, expresa los
sentimientos del pueblo que escucha; es una invitación para que también nosotros
hagamos nuestra confesión del pecado.
El Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas,
que lo había traicionado, viendo que Jesús había sido condenado, se arrepintió,
y devolvió los treinta siclos de plata a los jefes de los sacerdotes y a los
ancianos, diciendo: He pecado, entregándoos sangre inocente. Pero ellos
dijeron: ¿Qué nos importa? Ocúpate tú. Y él, arrojados los siclos en el templo,
se alejó y fue a ahorcarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un juicio apresurado.
Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento en que se
lanzó desde el árbol con la soga al cuello: si en las manos de Satanás o en las
de Dios. ¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en esos últimos instantes?
«Amigo», fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla
olvidado, como no podía haber olvidado su mirada.
Es cierto que, hablando de sus discípulos, al Padre Jesús
había dicho de Judas: «Ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la
perdición» (Jn 17,12), pero aquí, como en tantos otros casos, él habla en la
perspectiva del tiempo no de la eternidad; la envergadura del hecho basta por
sí sola, sin pensar en un fracaso eterno, para explicar la otra tremenda
palabra dicha de Judas: «Mejor hubiera sido para ese hombre no haber nacido» (Mc
14,21). El destino eterno de la criatura es un secreto inviolable de Dios. La
Iglesia nos asegura que un hombre o una mujer proclamados santos están en la
bienaventuranza eterna; pero de nadie sabe ella misma que esté en el infierno.
Dante Alighieri, que, en la Divina Comedia, sitúa a Judas
en lo profundo del infierno, narra la conversión en el último instante de
Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su tiempo
consideraban condenado porque murió excomulgado Herido de muerte en batalla, él
confía al poeta que, en el último instante de vida, se rindió llorando a quien
«perdona de buen grado» y desde el Purgatorio envía a la tierra este mensaje
que vale también para nosotros:
Abominables mis pecados fueron mas tan gran brazo tiene la
bondad infinita, que acoge a quien la implora.
He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro
hermano Judas: a rendirnos a aquel que perdona gustosamente, a arrojarnos
también nosotros en los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande en el
asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía
bien lo que estaba madurando en el corazón de su discípulo; pero no lo expone,
quiere darle la posibilidad hasta el final de dar marcha atrás, casi lo
protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza, en el huerto de los olivos,
su beso helado e incluso lo llama amigo (Mt 26,50). Igual que buscó el rostro
de Pedro tras la negación para darle su perdón, ¡quién sabe como habrá buscado
también el de Judas en algún momento de su vía crucis! Cuando en la cruz reza:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), no excluye
ciertamente de ellos a Judas.¿Qué haremos, pues, nosotros? ¿A quién seguiremos,
a Judas o a Pedro? Pedro tuvo remordimiento de lo que había hecho, pero también
Judas tuvo remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He traicionado sangre
inocente!» y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces, la
diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de
Cristo, ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a Jesús,
sino haber dudado de su misericordia.
Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en esta falta de confianza suya en el perdón. Existe un sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como Redentor: como aquel que te saca fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda curado!» (Mt 8,3).
Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en esta falta de confianza suya en el perdón. Existe un sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como Redentor: como aquel que te saca fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda curado!» (Mt 8,3).
La confesión nos permite experimentar sobre nosotros lo
que la Iglesia canta la noche de Pascua en el Exultet: «Oh, feliz culpa, que mereció
tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez que nos
hemos arrepentidos, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por
haber sido ocasión de experiencia de misericordia y de ternura divinas!
Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos, Venerables
Padres, hermanos y hermanas: que la mañana de Pascua podamos levantarnos y oír
resonar en nuestro corazón las palabras de un gran converso de nuestro tiempo:
«Dios mío, he resucitado y estoy aún contigo! Dormía y
estaba tumbado como un muerto en la noche.
Dijiste: «¡Hágase la luz! ¡Y yo me desperté como se lanza
un grito! [...]Padre mío que me has generado antes de la aurora, estoy en tu
presencia.
Mi corazón está libre y la boca pelada, cuerpo y espíritu
estoy en ayunas. Estoy absuelto de todos los pecados, que confesé uno a uno.
El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser inocente en la gracia que me has concedido».
Este puede hacer de nosotros la Pascua de Cristo.
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