Una elemental hermenéutica sobre
una mestiza revelación privada de alcance universal.
A Modo de Introducción
Algunas afirmaciones parecieran innecesarias por ser evidentes y de
obvia naturaleza. Sin embargo, siempre hay que precisar el punto de partida en
todo itinerario. Esta es una de tales ocasiones en que un hito conceptual
fundante exige abrirse paso, a saber: no
existe el hecho religioso puro, siempre acontece en un determinado tiempo y en
espacios delimitados; porque así es ineludiblemente la naturaleza
humana (espacio-temporal). He aquí una elemental afirmación antropológica que
permitirá situarnos en el evento trascendente que nos ocupa.
En las siguientes líneas trataré de esbozar algunos elementos
esenciales de orden hermenéutico sobre la base del acontecimiento revelador y
mestizo que traspasa los siglos y todas las fronteras dentro y fuera de la
Iglesia. No pretendo formular un nuevo relato histórico, ni exponer los
sorprendentes y polémicos testimonios de indagaciones científicas, sino
comentar con imperiosa brevedad –no por ello cayendo en un paradigma cognitivo
simplificante– algo del complejo encuentro y profundo contenido
teológico-espiritual de tan insigne episodio: la Madre de Dios revela su ser,
su obrar y su mensaje al pueblo sufriente de América, mediado por un humilde
hombre creyente y santo cuya figura veneramos con el nombre de San Juan Diego
Cuauhtlatoatzin.
El dato histórico
Como sabemos, el año de 1531, la Virgen María se apareció a Juan Diego
en el monte Tepeyac, en la ciudad de México, en la actual nación mexicana. En
la capa de Juan Diego permaneció milagrosamente la imagen de la Virgen, a la
que los fieles cristianos veneramos sin interrupción hasta hoy. Por medio de
este hombre de fe limpísima, la Madre de Dios y de la Iglesia llama a todos los
pueblos al amor de Cristo.
Una breve
interpretación
De la narración harto conocida con el nombre de “Nican Mopohua”, que
data del siglo XVI, y que se encuentra en el archivo de la Arquidiócesis de la
ciudad de México, extraeré para comentar los siguientes elementos:
· “Cuando llegó al monte llamado Tepeyac,
ya había amanecido. Oyó un canto que
procedía de la cima del monte. Oyó
que alguien lo llamada desde lo alto del monte”. El monte, además
de puntualizar delimitación geográfica, constituye un símbolo de encuentro con
lo trascendente evocador de las más conocidas teofanías bíblicas neo y
veterotestamentarias.
La posibilidad de
escuchar que Juan Diego acoge, es el resultado de una vida callada y un corazón
sosegado; sólo cuando hay silencio comenzamos a escuchar lo que se nos comunica
de lo alto. Reparemos, también, en la hora de tan honrosa manifestación, “ya
había amanecido”. La horrible noche había retrocedido temerosa y sin
condiciones ante el esplendor de la Madre de Dios. La oscuridad se entiende en
la teología espiritual como un símbolo de pecado, angustia, temor, confusión. Todo
ello se disipa cuando la Palabra que es fruto bendito del vientre de la Virgen
Madre llega a nosotros por un insondable amor.
· El Nican Nopuhua prosigue diciendo de
Juan Diego que: “Inmediatamente se atrevió a subir hasta el lugar desde donde había sido
llamado”. Sin dar largas al
asunto, sin aplazar esta voluntad trascendente. Desde nuestra simple
experiencia de caminantes el verbo “subir” arrastra un espíritu trabajoso en su
ejecución. No basta una gracia actual singularísima como lo es una revelación
privada, ella misma requiere y exige virtud humana, esfuerzo y valentía
aplicable al trabajo que implica nuestra propia santificación.
· La Bienaventurada Virgen María revela su
ser: “Yo soy santa María, la
perfecta siempre Virgen, la Madre
del Dios verdadero, el autor de la
Vida (…)”. Se identifica con absoluta claridad, como deseosa de que no
haya confusiones tocadas por el paganismo contextual. Y revela a la vez su
mensaje esperanzador de maternal consuelo: “derramaré mi amor y piedad, mi auxilio y protección (…)
escucharé sus lágrimas y aflicciones,
derramaré mi bien en sus angustias y les ofreceré remedio en toda tribulación
(…) no temas, no sufras”. El deseo mariano, que llena de alegría
el corazón de nuestros pueblos, de edificarle un templo no obedece a un
sentimiento de adolescente búsqueda de afecto, sino a una infinita capacidad de
prodigarnos elocuentemente desde un lugar mestizo el amor de Dios manifestado
en Cristo Jesús, nacido de mujer.
Oración
Oh Dios, que manifestaste a tu
pueblo el amor de la santísima Virgen María por medio del bienaventurado Juan
Diego: concédenos por su intercesión que, obedeciendo los consejos de nuestra
Madre de Guadalupe, podamos cumplir siempre tu voluntad. Por Jesucristo,
nuestro Señor. Amén.
Por: Héctor Gonzalo Tuesta Encina,
Diácono de la Prelatura de Caravelí.
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