Hoy escuchamos de Cristo el mayor y primer motivo de nuestra existencia (un motivo que se transforma en "mandamiento" para cada hombre): adorar a Dios, en un amarle con todo nuestro ser (corazón, alma y mente). El amor siempre es incondicional (sin-condiciones), pero solamente Dios merece un amor incondicional "en absoluto": nada debe anteponerse al servicio de Dios.
Tal "sometimiento" a Dios no es destructivo de
la criatura, porque es algo tan amoroso como besarle ("ad-orem" = a la
boca). Es lo propio del amante; es nuestra vocación. La creación —inmensa y
preciosa— está de tal manera configurada que invita a esta adoración. Es la
fuerza que lo mueve y ordena todo desde dentro, en el ritmo de las estrellas y
en nuestra vida. El ritmo de nuestra vida sólo vibra correctamente si está
imbuido por esta fuerza.
—Señor-Dios, arrodillado, te confieso y te reconozco: el
hombre nunca es tan hombre como cuando —de rodillas— se rinde ante ti y te reza.
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