Día litúrgico: Domingo XXII (A) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 16,21-27): En aquel tiempo,
empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer
allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados y que tenía
que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso
a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Jesús se
volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú
piensas como los hombres, no como Dios».
Entonces dijo a los discípulos: «El que quiera venirse
conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno
quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará.
¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué
podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles,
con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta»
Comentario: Rev. D. Joaquim MESEGUER García
(Sant Quirze del Vallès, Barcelona, España).
El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo,
que cargue con su cruz y me siga
Hoy, contemplamos a Pedro —figura emblemática y gran
testimonio y maestro de la fe— también como hombre de carne y huesos, con
virtudes y debilidades, como cada uno de nosotros. Hemos de agradecer a los
evangelistas que nos hayan presentado la personalidad de los primeros
seguidores de Jesús con realismo. Pedro, quien hace una excelente confesión de
fe —como vemos en el Evangelio del Domingo XXI— y merece un gran elogio por
parte de Jesús y la promesa de la autoridad máxima dentro de la Iglesia (cf. Mt
16,16-19), recibe también del Maestro una severa amonestación, porque en el
camino de la fe todavía le queda mucho por aprender: «Quítate de mi vista,
Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt
16,23).
Escuchar la amonestación de Jesús a Pedro es un buen
motivo para hacer un examen de conciencia acerca de nuestro ser cristiano.
¿Somos de verdad fieles a la enseñanza de Jesucristo, hasta el punto de pensar
realmente como Dios, o más bien nos amoldamos a la manera de pensar y a los
criterios de este mundo? A lo largo de la historia, los hijos de la Iglesia
hemos caído en la tentación de pensar según el mundo, de apoyarnos en las
riquezas materiales, de buscar con afán el poder político o el prestigio
social; y a veces nos mueven más los intereses mundanos que el espíritu del
Evangelio. Ante estos hechos, se nos vuelve a plantear la pregunta: «¿De qué le
sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?» (Mt 16,26).
Después de haber puesto las cosas en claro, Jesús nos
enseña qué quiere decir pensar como Dios: amar, con todo lo que esto comporta
de renuncia por el bien del prójimo. Por esto, el seguimiento de Cristo pasa
por la cruz. Es un seguimiento entrañable, porque «con la presencia de un amigo
y capitán tan bueno como Cristo Jesús, que se ha puesto en la vanguardia de los
sufrimientos, se puede sufrir todo: nos ayuda y anima; no falla nunca, es un
verdadero amigo» (Santa Teresa de Ávila). Y…, cuando la cruz es signo del amor
sincero, entonces se convierte en luminosa y en signo de salvación.
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