Día litúrgico: Miércoles IX del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mc 12,18-27): En aquel tiempo,
se le acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan que haya resurrección, y le
preguntaban: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de
alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar
descendencia a su hermano. Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero
murió sin dejar descendencia; también el segundo la tomó y murió sin dejar
descendencia; y el tercero lo mismo. Ninguno de los siete dejó descendencia.
Después de todos, murió también la mujer. En la resurrección, cuando resuciten,
¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer».
Jesús les contestó: «¿No estáis en un error precisamente
por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Pues cuando
resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino
que serán como ángeles en los cielos. Y acerca de que los muertos resucitan,
¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo:
Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios
de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error».
Comentario: Pbro. D. Federico Elías ALCAMÁN
Riffo (Puchuncaví-Valparaíso, Chile).
No es un Dios de muertos, sino de vivos
Hoy, la Santa Iglesia pone a nuestra consideración —por la
palabra de Cristo— la realidad de la resurrección y las propiedades de los
cuerpos resucitados. En efecto, el Evangelio nos narra el encuentro de Jesús
con los saduceos, quienes —mediante un caso hipotético rebuscado— le presentan
una dificultad acerca de la resurrección de los muertos, verdad en la cual
ellos no creían.
Le dicen que, si una mujer enviuda siete veces, «¿de cuál
de ellos [los siete esposos] será mujer?» (Mc 12,23). Buscan, así, poner en
ridículo la doctrina de Jesús. Mas, el Señor deshace tal dificultad al exponer
que, «cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer, ni ellas
marido, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc 12,25).
Y, dada la ocasión, Nuestro Señor aprovecha la
circunstancia para afirmar la existencia de la resurrección, citando lo que le dijo
Dios a Moisés en el episodio de la zarza: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios
de Isaac y el Dios de Jacob», y agrega: «No es un Dios de muertos, sino de
vivos» (Mc 12,26-27). Ahí Jesús les reprocha lo equivocados que están, porque
no entienden ni la Escritura ni el poder de Dios; es más, esta verdad ya estaba
revelada en el Antiguo Testamento: así lo enseñaron Isaías, la madre de los
Macabeos, Job y otros.
San Agustín describía así la vida de eterna y
amorosa comunión: «No padecerás allí límites ni estrecheces al poseer todo;
tendrás todo, y tu hermano tendrá también todo; porque vosotros dos, tú y él,
os convertiréis en uno, y este único todo también tendrá a Aquel que os posea a
ambos».
Nosotros, lejos de dudar de las Escrituras y del poder
misericordioso de Dios, adheridos con toda la mente y el corazón a esta verdad
esperanzadora, nos gozamos de no quedar frustrados en nuestra sed de vida,
plena y eterna, la cual se nos asegura en el mismo Dios, en su gloria y
felicidad. Ante esta invitación divina no nos queda sino fomentar nuestras
ansias de ver a Dios, el deseo de estar para siempre reinando junto a Él.
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