Palabras del Papa antes del Ángelus
Queridos hermanos y
hermanas:
El miércoles pasado, con el tradicional
Rito de las Cenizas, hemos entrado en la Cuaresma, tiempo de conversión y de
penitencia en preparación a la Pascua. La Iglesia, que es madre y maestra,
llama a todos sus miembros a renovarse en el espíritu, a re-orientarse
decididamente hacia Dios, renegando el orgullo y el egoísmo para vivir en el
amor. En este Año de la fe, la Cuaresma es un tiempo favorable para redescubrir la fe en Dios como criterio-base
de nuestra vida y
de la vida de la Iglesia. Esto implica siempre una lucha, un combate
espiritual, porque el espíritu del mal, naturalmente, se opone a nuestra
santificación, y trata de hacernos desviar del camino de Dios. Por esta razón,
en el primer domingo de Cuaresma se proclama cada año el Evangelio de las
tentaciones de Jesús en el desierto.
En efecto, Jesús, después de haber
recibido “investidura” como Mesías – “Ungido” de Espíritu Santo – en el
bautismo en el Jordán, fue conducido por el mismo Espíritu al desierto para ser
tentado por el diablo. En el momento en que inicia su ministerio público, Jesús
debió desenmascarar y rechazar las falsas imágenes de Mesías que el tentador le
proponía. Pero estas tentaciones también son falsas imágenes de hombre, que en
todo tiempo insidian la conciencia, disfrazándose como propuestas convincentes y
eficaces, e incluso buenas.
Los evangelistas Mateo y Lucas presentan
tres tentaciones de Jesús, que se diversifican parcialmente sólo por el orden.
Su núcleo central consiste siempre en instrumentalizar a Dios para los propios
fines, dando más importancia al éxito o a los bienes materiales. El tentador es
falso: no induce directamente hacia el mal, sino hacia un falso bien, haciendo creer que las realidades verdaderas son el poder y lo que
satisface las necesidades primarias. De este modo, Dios se vuelve secundario, se
reduce a un medio, en definitiva se hace irreal, no cuenta más, desvanece. En
último análisis, en las tentaciones está en juego la fe, porque Dios está en
juego. En los momentos decisivos de la vida, pero si vemos bien, en todo
momento, nos encontramos frente a una encrucijada: ¿Queremos seguir al yo o a
Dios? ¿Al interés individual o al verdadero Bien, lo que realmente es bien?
Como nos enseñan los Padres de la Iglesia,
las tentaciones forman parte del “descenso” de Jesús a nuestra condición
humana, al abismo del pecado y de sus consecuencias. Un “descenso” que Jesús
recorrió hasta el final, hasta la muerte de cruz y hasta el infierno de la
extrema lejanía de Dios. De este modo, Él es la mano que Dios ha tendido al
hombre, a la oveja perdida, para salvarla. Como enseña San Agustín, Jesús ha
tomado de nosotros las tentaciones, para darnos su victoria. Por tanto, no
tengamos miedo de afrontar,
también nosotros, el combate contra el espíritu del mal: lo importante es que lo hagamos con Él, con Cristo,
el Vencedor. Y para estar con Él dirijámonos a la Madre, María: invoquémosla
con confianza filial en la hora de la prueba, y ella nos hará sentir la
poderosa presencia de su Hijo divino, para rechazar las tentaciones con la
Palabra de Cristo, y de este modo volver a poner a Dios en el centro de nuestra
vida.
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