En aquel tiempo, al ver Jesús el
gentio, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se
puso a hablar, enseñándoles:
–«Dichosos los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos los sufridos,
porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que lloran,
porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia,
porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz,
porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.»
–«Dichosos los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos los sufridos,
porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que lloran,
porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia,
porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz,
porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.»
Pautas para la homilía
Misterio de comunión
El
creyente, como creatura de Dios en quien encuentra también su destino final, no
se entiende a sí mismo fuera de su órbita. Como alguien ha dicho, se resiste a
aceptar que la vida es solo un pequeño paréntesis entre dos inmensos vacíos.
Consciente de que los designios y caminos de Dios trascienden sus juicios y
pensamientos, camina hacia la plenitud buscando la justicia y la paz que anhela
el corazón humano en sintonía con toda la creación. De ahí que, envuelto en el
misterio, solo se atreva a balbucear: hágase tu voluntad así en la tierra
como en el cielo. Como miembro de la gran familia de los hijos de Dios, se
siente y se reconoce profundamente ligado por el cordón umbilical a cuantos le
han precedido en la fe y ya han alcanzado la meta final.
Dentro
de este marco religioso, el calendario litúrgico recoge solo un pequeño
muestrario de aquellos creyentes que, habiendo testimoniado claramente su fe
cristiana, han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia: han combatido
el buen combate, han concluido su carrera, han guardo la fe y(no nos cabe
la menor duda) han recibido la corona de salvación(2 Tm 4,7). Ahora
bien, tenemos también la certeza de que es mucho mayor, innumerable, el número
de cuantos han escuchado la sentencia final del Hijo del hombre: venid,
benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo(Mt 25,34).
El tatuaje de Dios
El
vidente del Apocalipsis, en una especie de díptico cargado de simbolismos
heredados de la tradición bíblica, contempla en la primera lectura la estrecha
vinculación que media entre quienes todavía peregrinan por la tierra y los que
ya han alcanzado la corona definitiva de la victoria. Los primeros, los
elegidos de Dios en la tierra, serán preservados de las plagas que se
avecinan, pues han sido sellados como sus siervos, llevan en la frente el
tatuaje de su propiedad y gozan de su protección particular en medio de las
pruebas y tribulaciones. Los segundos, los elegidos de Dios en el cielo,
revestidos con la túnica blanca de transfigurados y con la palma de la victoria
en la mano, han consumado la salvación anunciada en la tierra; procedentes de
todos los pueblos, lenguas y razas, conforman en torno al trono del Cordero la
Jerusalén celeste, donde celebra eternamente la solemne liturgia de
reconocimiento y alabanza a su Dios.
Con
la libertad y originalidad que caracteriza a su lenguaje, la escenificación
teológica de Juan deja caer una convicción profunda: estamos en manos de Dios.
Ya lo había manifestado bien claramente el profeta ante la queja de Sión, el
pueblo que se sentía abandonado en el exilio babilónico, dirigiéndole la
palabra de Yahvé: Te llevo tatuada en mis palmas(Is 49,16). Una bella y
entrañable imagen que revela la fidelidad del gran amor que Dios siente por los
suyos, que nunca los olvida ni abandona. Es la marca imborrable de la
protección divina que acompaña al hombre desde el fratricidio de Caín (Gn 4,15)
garantizándole, a pesar de todo, su misericordioso beneplácito.
Radicados en la esperanza
¿Cabe
mayor dignidad que la filiación divina? Nos lo recuerda Juan en la 2ª lectura:
los cristianos no solo somos llamados hijos de Dios, sino que ¡lo
somos!Lo dice de forma enfática, con convicción y rotundidad, como si no
admitiera réplica alguna. Ese es justamente el terreno firme y seguro donde se
aferra y descansa el ancla de la esperanza. Una esperanza cuya certeza no
radica en el esfuerzo personal sino en el amor gratuito del Padre que ha puesto
su sello indefectible en cada uno de sus hijos.
Bien
es cierto que todavía no se ha manifestado lo que seremos. Es la certeza
de la fe, fundamento de la esperanza, la que nos permite mantener bien tenso el
arco que apunta a un futuro hasta ahora velado. Es así también como en nuestro
peregrinaje terreno vamos entablando a nuestro modo un silencioso diálogo
de comunión con todos los santos. Porque santos somos como consagrados a Dios
por la fe bautismal, si bien no hemos consumado todavía la peregrinación de
quienes contemplan cara a cara el rostro de Dios. Será entonces cuando se nos
desvelará en toda su gloria el verdadero sentido y contenido de la filiación
divina, pues seremos semejantes, no iguales, a Él.
Bienaventurados
¿Cómo
experimentar la alegría que sentía Jesús por la llegada del Reino? ¿Cómo vivir
el aquí del más allá? ¿Resultará compatible la verdadera alegría con la
aspiración a la santidad? Estad alegres y contentos, porque vuestra
recompensa será grande en los cielos.¡Hay que vivirlo, sin duda, para
creerlo! Y es que el mensaje de las bienaventuranzas entraña a los ojos del
mundo la paradoja y la “sinrazón”, la aparente contradicción con nuestro
modo habitual de actuar ante los graves problemas de la pobreza, de las
relaciones interesadas e hipócritas, de las injusticias, de los múltiples rostros
de la violencia, etcétera.
A
pesar de todo, Jesús subraya y proclama una y otra vez de forma solemne, con
fuerza y poderío, la profunda alegría y gozo de cuantos se acogen confiadamente
a su nueva propuesta evangélica; es una de sus páginas más reveladoras. Las
bienaventuranzas son algo más que un mero proyecto de felicidad, algo más que
una hoja de ruta con los pasos a dar en pos de su consecución; se adentran en
el corazón mismo del evangelio, fuente inagotable de inspiración, de aliento y
de estímulo en el peregrinaje de la vida. Quienes llaman a su puerta, se
encuentran con el mejor tesoro de sus vidas: la humilde pero gratificante
experiencia de percibir y degustar un pequeño cielo en la tierra; en otras
palabras, de ver colmado el más hondo deseo del ser humano. ¿Qué mejor
recompensa? San Ignacio de Antioquía hablaba de una Iglesia digna de ser
dichosa.
Todos
cabemos en esta fiesta inclusiva, la gran fiesta de todos los hijos de Dios.
Que ella sea nuestro gozo y alegría.
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