Día litúrgico:
Viernes XXVII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 11,15-26): En aquel tiempo,
después de que Jesús hubo expulsado un demonio, algunos dijeron: «Por
Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios». Otros, para ponerle
a prueba, le pedían una señal del cielo.
Pero Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo
reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Si,
pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su
reino?, porque decís que yo expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso
los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso,
ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los
demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios.
»Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus
bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le
quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no
está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el
espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de
reposo; y, al no encontrarlo, dice: ‘Me volveré a mi casa, de donde salí’. Y al
llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete
espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre
viene a ser peor que el principio».
Comentario: Rev. D. Josep PAUSAS i Mas (Sant
Feliu de Llobregat, España).
«Algunos dijeron: 'Por Beelzebul, Príncipe de los
demonios, expulsa los demonios'»
Hoy contemplamos asombrados cómo Jesús es ridículamente
“acusado” de expulsar demonios «por Beelzebul, Príncipe de los demonios» (Lc
11,15). Es difícil imaginar un bien más grande —echar, alejar de las almas al
diablo, el instigador del mal— y, al mismo tiempo, escuchar la acusación más
grave —hacerlo, precisamente, por el poder del propio diablo—. Es realmente una
acusación gratuita, que manifiesta mucha ceguera y envidia por parte de los
acusadores del Señor. También hoy día, sin darnos cuenta, eliminamos de raíz el
derecho que tienen los otros a discrepar, a ser diferentes y tener sus propias
posiciones contrarias e, incluso, opuestas a las nuestras.
Quien lo vive cerrado en un dogmatismo político, cultural
o ideológico, fácilmente menosprecia al que discrepa, descalificando todo su
proyecto y negándole competencia e, incluso, honestidad. Entonces, el
adversario político o ideológico se convierte en enemigo personal. La
confrontación degenera en insulto y agresividad. El clima de intolerancia y
mutua exclusión violenta puede, entonces, conducirnos a la tentación de
eliminar de alguna manera a quien se nos presenta como enemigo.
En este clima es fácil justificar cualquier atentado
contra las personas, incluso, los asesinatos, si el muerto no es de los
nuestros. ¡Cuántas personas sufren hoy con este ambiente de intolerancia y
rechazo mutuo que frecuentemente se respira en las instituciones públicas, en
los lugares de trabajo, en asambleas y confrontaciones políticas!
Entre todos hemos de crear unas condiciones y un clima de
tolerancia, respeto mutuo y confrontación leal en el que sea posible ir
encontrando caminos de diálogo. Y los cristianos, lejos de endurecer y
sacralizar falsamente nuestras posiciones manipulando a Dios e identificándolo
con nuestras propias posturas, hemos de seguir a este Jesús que —cuando sus
discípulos pretendían que impidiera que otros expulsaran demonios en nombre de
Él— los corrigió diciéndoles: «No se lo impidáis. Quien no está contra
vosotros, está con vosotros» (Lc 9,50). Pues, «todo el coro innumerable de
pastores se reduce al cuerpo de un solo Pastor» (San Agustín).
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