sábado, 3 de mayo de 2014

Mujer, ¿Por qué lloras? ¿A quien buscas?


(Breve Comentario, al Evangelio de Juan 20, 11 -18)

Inevitablemente, el primer día de la semana nos recuerda el primer día de la creación, cuando Dios separó las tinieblas de la luz: “y llamó Dios a la luz «día», y a la oscuridad la llamó «noche». Y atardeció y amaneció: día primero.” (Gn. 1,5).

La búsqueda, protagonizada por María de Magdala, del cuerpo de Jesús en el sepulcro, acontece según el relato joánico “cuando todavía estaba oscuro” (Jn. 20,1b). Por elemental observación comprendemos que es el alba la última hora de la noche en la cual existe a la vez luz y tiniebla: pues aunque el sol ya ilumina el cielo, su brillo aún no aparece sobre la tierra.


El alba, en efecto, es la condición interior de María, buscadora del Esposo. En ella resplandece con una presencia inquietante la luz del amor, pero paradójicamente también en su alma existe sombrío un malestar, un vacío triste porque no ve al Amado.

La comunidad amante y creyente que busca entre sombras de muerte al Señor que irrumpe en la historia con una excepcional y luminosa alegría, capaz de disipar toda oscuridad de tristeza, temor, angustia, incertidumbre y pecado… se ve evidenciada en la figura de María Magdalena, la esposa libertada que busca al Esposo liberador. Finalmente, la redimida y el Redentor  se encuentran.

Sólo cuando nuestro corazón herido a causa del pecado se encuentra con Él, acontece un salto existencial, espiritual, vivencial y epistemológico, que  hace pasar del llanto angustioso y nauseabundo a la alegría existencialmente trascendente que es a la vez esencia y consecuencia de nuestra misma resurrección. Donde no hay alegría, no está Dios; aunque haya observancia perfecta y justicia, existe la muerte.

En este camino de encuentro y de pascua, en efecto, descubrimos que es propio de Dios otorgar alegría. En tanto que es propio del astuto “enemigo” combatirla con todos los medios. Por la gracia y la fe combatimos alegres y victoriosos.

He aquí una señal segura de la presencia divina, una certeza de teofanía  consoladora que nos corresponde anunciar como testigos: la alegría de la Pascua es la corona del amor correspondido.

Pbro. Héctor Gonzalo Tuesta Encina
Prelatura de Caravelí

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