Religioso
dominico peruano
2 NOVIEMBRE 2017ISABEL ORELLANA VILCHESTESTIMONIOS DE
LA FE
Pintura En El
Monasterio De Santa Rosa De Las Monjas De Lima
«Religioso dominico peruano. El primer mulato en subir a los
altares, honrado en numerosos países del mundo. Patrón de la justicia social,
de los barberos, barrenderos, enfermeros, farmacéuticos, protector de los
pobres»
El que tantas veces se presentó como «un perro mulato», primero de
América en subir a los altares, es uno de los más grandes santos que Perú ha
dado a la Iglesia. Ostenta el patronazgo de numerosas entidades de Perú,
Venezuela, México, Argentina, Panamá, Guatemala, España, Chile, Costa Rica,
Bolivia y otros países. Quién le iba a decir al humilde Martín que al paso del
tiempo le honrarían hermandades y cofradías, que al procesionar su imagen sería
aclamada por las avenidas de su hermosa tierra aun pasando los siglos… Pero así
es. La gracia que le acompañó en vida, y a la que se aferró, sigue
alumbrándonos a través de su heroico testimonio de amor a Cristo.
Nació en Lima, Perú, el 9 de diciembre de 1579. Era hijo natural del
español Juan de Porres, un burgalés que pertenecía a la Orden militar de
Calatrava, y de la mulata libre de origen panameño, Ana Velásquez. Debió
prometerle que la desposaría, pero los prejuicios de la época no se aliaron con
ellos. De esta unión ilegítima en 1581 vino al mundo también una niña. Cuando
el virrey comisionó a Juan para irse a Guayaquil, se llevó con él a los
pequeños. Sin embargo, su familia repudió al muchacho por su color de piel.
Juan se ocupó de su educación, pero en 1590 cuando lo nombraron gobernador de
Panamá, se vio obligado a enviarlo a Lima. Eso sí, la cercanía le había
permitido constatar las numerosas virtudes de Martín, su bondad y proverbial
generosidad con los pobres, a los que daba limosna haciendo uso de la
asignación que él le entregaba. No era una táctica nueva. Cuando vivía con su
madre, le solía sisar el dinero que le proporcionaba para efectuar las compras.
Al regresar a casa, cándidamente se excusaba diciendo que las monedas que le
faltaban las había perdido por el camino.
En Lima se ocupó del santo Isabel García Michel, que vivía en Malambo,
un barrio marginal caracterizado por el origen multirracial de su población,
pero en una casa respetable; tal vez Ana fuese una de las encargadas del
servicio, y por eso se afincó allí con su hijo. Éste recibió la confirmación en
1591 de manos de santo Toribio de Mogrovejo, patrono del episcopado
latinoamericano. Elegante y amable en el trato, Martín era también muy
inteligente, así que no le costó aprender las técnicas de barbería, oficio
reputado en la época, y adquirir nociones de medicina que le servirían más
tarde en su misión. Antes de convertirse en religioso obtenía un buen sueldo
como ayudante del boticario Mateo Pastor. Con lo que ganaba, ayudaba a otros
muchachos que no tenían medios económicos. El ejercicio de su profesión le
permitía acceder tanto a la flor y nata de la sociedad limeña como a las clases
inferiores; a todos hablaba de la bondad de Dios. Combinaba esta tarea con la
labor voluntaria que realizaba en hospitales; pasaba las noches prácticamente
en vela orando ante una imagen de Cristo crucificado.
A los 15 años, animado por fray Juan de Lorenzana, quiso ser dominico
como él, pero la discriminación por diferencia de raza, prejuicio marcado
entonces, le siguió al convento de Nuestra Señora del Rosario. Y únicamente
pudo ingresar como «donado». Pero era más que suficiente para su espíritu
humilde y servicial, ya que solo deseaba estar más cerca de Dios y ayudar al
prójimo. Por lo demás, se gozaba en «pasar desapercibido y ser el último». El
trato desigual que le dispensaron, los insultos que recibía por su tez oscura,
no le arrebataron su alegría, y la escoba que pusieron en sus manos fue
instrumento de gloria para su vida.
En una visita que su padre hizo al convento, logró que el provincial
considerara a Martín como hermano cooperador. Profesó en junio de 1603. Fiel
observante, pronto a la oración, obediente, humilde, generoso, puntual, sobrio,
sencillo, austero, era también diligente y dadivoso con los demás hasta el
extremo. El Santísimo Sacramento y la Virgen del Rosario fueron objeto supremo
de su devoción. Por lo general, estaba tan extenuado por sus tareas que hacía
ímprobos esfuerzos para no sucumbir al sueño durante la oración. Sus cuidados
como enfermero fueron un pararrayos para el convento; allí acudían numerosas
personas en su busca. Pero su piedad y misericordia con los enfermos y pobres
que recogía en las calles, portándolos a hombros hasta su propio lecho para
prodigarles atenciones con toda ternura, suscitaron recelos y envidias; fue
objeto de injurias hasta de sus propios hermanos.
Dios le otorgó el don de milagros, entre otros. Las curaciones
extraordinarias se produjeron no solo con sus cuidados sino simplemente con su
presencia. Él, humildemente, advertía: «yo te curo, Dios te sana». Como
recibió el don de la bilocación, podía vérsele en varios lugares a la vez consolando
y remediando los males de unos y de otros. Una vez vio que un obrero se caía
del andamio de la torre y, para no desobedecer –cuentan los testigos de la
época– le dijo «¡detente!» y a renglón seguido fue a solicitar
permiso a su superior para salvarle, mientras el albañil permanecía suspendido
en el aire, permiso que le fue otorgado obrándose ese milagro que precisaba el
buen hombre y que se produjo ante su fuerte impresión y la del superior de
Martín. Memorable fue la acción del santo durante la epidemia de viruela; se
convirtió en el «ángel de Lima». Hasta los animales hambrientos y heridos eran
objeto de su afecto. Fundó los Asilos y Escuelas de Huérfanos de Santa Cruz
para niños y niñas. Sus hermanos contemplaban asombrados su intensísima acción apostólica
cotidiana, preguntándose en qué momento dormía.
Era estimado por todos, incluido el virrey, que no ocultaba su
veneración por él. En 1639 contrajo el tifus exantemático que cursaba con
espasmos, alta fiebre y delirios. Y supo que había llegado su hora: «He
aquí el fin de mi peregrinación sobre la tierra. Moriré de esta enfermedad.
Ninguna medicina será de provecho». Manifestó que en ese instante le
acompañaban la Virgen, San José, santo Domingo, san Vicente Ferrer y santa
Catalina de Alejandría. Y besando el crucifijo falleció el 3 de noviembre de
ese año. Gregorio XVI lo beatificó en 1837. Juan XXIII lo canonizó el 6 de mayo
de 1962, y lo declaró santo patrón de la justicia social.
https://es.zenit.org/articles/san-martin-de-porres-3-de-noviembre-4/
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