Día litúrgico: Miércoles XIII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 8,28-34): En aquel tiempo, al
llegar Jesús a la otra orilla, a la región de los gadarenos, vinieron a su
encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros, y tan furiosos que
nadie era capaz de pasar por aquel camino. Y se pusieron a gritar: «¿Qué
tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos
antes de tiempo?». Había allí a cierta distancia una gran piara de puercos
paciendo. Y le suplicaban los demonios: «Si nos echas, mándanos a esa piara de
puercos». Él les dijo: «Id». Saliendo ellos, se fueron a los puercos, y de
pronto toda la piara se arrojó al mar precipicio abajo, y perecieron en las
aguas. Los porqueros huyeron, y al llegar a la ciudad lo contaron todo y
también lo de los endemoniados. Y he aquí que toda la ciudad salió al encuentro
de Jesús y, en viéndole, le rogaron que se retirase de su término.
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant
Cugat del Vallès, Barcelona, España).
«Le rogaron que se retirase de su término»
Hoy contemplamos un triste contraste. “Contraste” porque
admiramos el poder y majestad divinos de Jesucristo, a quien voluntariamente se
le someten los demonios (señal cierta de la llegada del Reino de los cielos).
Pero, a la vez, deploramos la estrechez y mezquindad de las que es capaz el
corazón humano al rechazar al portador de la Buena Nueva: «Toda la ciudad salió
al encuentro de Jesús y, en viéndole, le rogaron que se retirase de su término»
(Mt 8,34). Y “triste” porque «la luz verdadera (...) vino a los suyos, pero los
suyos no le recibieron» (Jn 1,9.11).
Más contraste y más sorpresa si ponemos atención en el
hecho de que el hombre es libre y esta libertad tiene el “poder de detener” el
poder infinito de Dios. Digámoslo de otra manera: la infinita potestad divina
llega hasta donde se lo permite nuestra “poderosa” libertad. Y esto es así
porque Dios nos ama principalmente con un amor de Padre y, por tanto, no nos ha
de extrañar que Él sea muy respetuoso de nuestra libertad: Él no impone su
amor, sino que nos lo propone.
Dios, con sabiduría y bondad infinitas, gobierna providencialmente
el universo, respetando nuestra libertad; también cuando esta libertad humana
le gira las espaldas y no quiere aceptar su voluntad. Al contrario de lo que
pudiera parecer, no se le escapa el mundo de las manos: Dios lo lleva todo a
buen término, a pesar de los impedimentos que le podamos poner. De hecho,
nuestros impedimentos son, antes que nada, impedimentos para nosotros mismos.
Con todo, uno puede afirmar que «frente a la libertad
humana Dios ha querido hacerse “impotente”. Y puede decirse asimismo que Dios
está pagando por este gran don [la libertad] que ha concedido a un ser creado
por Él a su imagen y semejanza [el hombre]» (San Juan Pablo II). ¡Dios paga!: si le
echamos, Él obedece y se marcha. Él paga, pero nosotros perdemos. Salimos ganando,
en cambio, cuando respondemos como Santa María: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
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